Hay que estar en los pueblos de la costa de Portugal cuando tocan tierra los temporales que traen las borrascas de caladeros lejanos, y el viento y la lluvia se ensañan con comarcas desmanteladas por el invierno. Es fácil orientarse en estos pueblos situados en la cuerda floja del litoral. La sierra, a sus espaldas, se quemó un verano de cielos estériles, pero al océano no hay quien lo pare, quien lo calle, quien le diga: Hasta aquí hemos llegado. Es capaz de saltar por encima de los espigones o meter sus espumas en las alcobas donde arde un candil.
En
invierno, cuando los paseos marítimos están vacíos, es cuando más
apetece pasear por los paseos marítimos. Doblados como los ancianos
achacosos, esqueléticos como los perros de las mendigas alcoholizadas, los
árboles recorren su propio viacrucis. Las pocas personas que caminan
de aquí para allá te saludan en portugués, por lo que es
inevitable acordarse de algún poeta que has leído recientemente.
Los solitarios toman café en una cafetería que se llama A Brasileira y que ocupa un lugar preeminente en la Plaza de la República. Detrás de los vidrios se ve el mar, pero esto no es una estrategia de mercado, sino que el mar se ve desde todos los sitios. Si de pronto surcara las olas la proa de un barco ballenero, algún tertuliano se quemaría la punta de la lengua. Si alguien tocara el acordeón, un marinero se ahogaría en Terranova. Si un cuervo marino se posara en el monumento a los caídos en la Gran Guerra, estallaría otra guerra.
Son
pueblos en los que el paraguas carece de toda utilidad y en los que
dan ganas de tomarle la palabra a Nuno Júdice y decir, por ejemplo:
Agora sou redondo. A chuva não
fica sobre mim. O mar ouve os meus gritos em noites mais escuras.
Mas
também isto são
pormenores. Dentro de séculos serei um paralelepípedo côncavo,
dentro de milénios também eu serei uma Pirâmide.
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