Conocí a una profesora que acudía a clase vestida con los colores
de la bandera de Escocia. Apoyaba la independencia de los pueblos
oprimidos y todo lo relacionado con los celtas, el Norte, las
leyendas artúricas y el verde esmeralda de los prados. Sin embargo,
faltaba a clase continuamente alegando cualquier pretexto, los otros
profesores debían encargarse de sus grupos, y los alumnos y los
padres se quejaban de sus continuas faltas de asistencia.
Dicha profesora, además de la camiseta con la bandera de Escocia,
llevaba colgado al hombro un bolso con la bandera de Cuba. Esto sí que
era el colmo, porque nadie le hubiera permitido en Cuba burlarse de
la escuela pública y del trabajo de los demás como ella lo hacía.
La estética revolucionaria le abría las puertas de los prestigiosos
círculos progresistas, y así podía tomar el café codeándose con la
flor y nata de los radicales.
La profesora rebelde se presentó a las elecciones por un partido de
izquierdas. En la carpeta donde guardaba sus papeles lucía bien
visible la estrella roja del movimiento obrero. Pero lo cierto es que
utilizaba muy poco la carpeta y, en cambio, se sacaba un buen sueldo
a costa del Estado. Aunque figuraba como sustituta en la lista
electoral, solicitó un permiso para la campaña y se libró de sus
clases y sus alumnos durante otro par de semanas. Por supuesto,
en los mítines se llenaba la boca gritando consignas en defensa de
los servicios públicos.
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