Vine
al mundo a 600 metros de altitud, en una meseta que siempre tenía al
fondo las montañas nevadas. Nací a principios de verano, y no
consigo recordar si quedaba rastro de nieve en las cumbres de
Guadarrama.
Éramos
siete hermanos y nuestros padres nos llevaban a pasear por
descampados con cardos y amapolas que siempre tenían al fondo unas
montañas nevadas.
En
el pueblo de mi madre, en cambio, los pinos y la nieve llegaban hasta
las puertas de casa. Y mi padre, que venía del sur, se crió bajo la
tutela de picos tan altos que desde sus cimas se avistan las costas de África.
Cuando
nos trasladamos a un piso de otro barrio, recuerdo que desde el
comedor se veía un horizonte de edificios; pero allá al fondo,
entre dos que destacaban sobre todos, estaban las montañas nevadas.
En
la universidad donde estudié, la biblioteca tenía grandes
ventanales que golpeaba, inclemente, el viento de la sierra. Era agradable estudiar en sus salas Sintaxis Generativa, Literatura Medieval o Dialectología, alzar la vista del
libro, y contemplar las montañas nevadas.
Cuando
me fui a una ciudad del Este, todo era extranjero menos las montañas
nevadas. En aquellas comarcas agrestes hay osos —me
dijeron—, lobos y en sus helados ventisqueros nacen todas las
lágrimas de Europa.
Luego
fui profesor en provincias marítimas y creí perder para siempre las
montañas nevadas. Pero si asciendes por las laderas verdes, si
caminas entre prados, brezos y tojos, miras al fondo y allí están
como siempre, azules y blancas.
Conocí
a una mujer que me llevó a su pueblo en las montañas. Desde
entonces hemos andado muchos caminos y somos inseparables, ella, yo y las montañas. Ahora
vivimos en un lugar antiguo, junto a un río que viene de las
montañas.
Olvidé
decir que mi padre está enterrado en el pueblo de mi madre y que lo
acompañan para siempre las montañas nevadas.
¿Cómo
no quererlas, cómo no soñarlas, las montañas nevadas?
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