Hace
años vi un documental sobre un pueblo de Siberia que me trajo a la
memoria el lugar de la Mancha donde vivía don Quijote. Conste que en
aquellos tiempos la televisión pública no estaba obligada por las
leyes del mercado a competir en cretinismo y zafiedad con las
televisiones privadas y se podía permitir el lujo de emitir un
excelente programa de Antropología en horario de máxima audiencia.
Entonces se enviaban expediciones a los lugares más remotos del
planeta para investigar las costumbres de otros pueblos. Como
predicaba el Caballero de la Triste Figura a los cabreros: Dichosa edad y
siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombres de
dorados...
Los
protagonistas del documental se dedicaban al pastoreo de renos. Hasta
mediados del siglo XX eran un pueblo nómada, pero el modelo de
economía soviético, según el antropólogo, había fomentado el
asentamiento estable de la población. En consecuencia, habían
dejado de vagar por la taiga con sus rebaños para fijar la
residencia en una acogedora aldea de casas de madera, donde los
antiguos trashumantes se beneficiaban de servicios públicos tales
como una biblioteca. Pues bien, lo curioso del caso es que presidía
la sala de lectura... un retrato de Cervantes. Y sí, la biblioteca
pública y el retrato de Cervantes eran una herencia de la denostada
época soviética. Seguramente ni a las autoridades rusas de hoy en
día ni a las locales se les hubiera ocurrido semejante quijotada.
Esta
presencia de Cervantes en las regiones árticas, los territorios
bárbaros de Persiles y Sigismunda, contrasta con lo que sucedió en
un instituto de nuestro país −cuyo
nombre sí recuerdo, pero no quiero decir−,
en el cual se retiró un retrato del autor de las Novelas
ejemplares que había en el vestíbulo de la escuela; atropello
perpetrado con las agravantes de premeditación y alevosía.
Aunque
el equipo directivo no dio explicaciones, la defenestración del
novelista estaba cargada de simbolismo. Comprendo hasta cierto punto
que los autores elevados a la categoría de nacionales por sus
compatriotas nacionalistas susciten el rechazo de los nacionalistas
que defienden un nacionalismo alternativo. Ay, que la parrafada
parece unos de esos razonamientos intrincados, estilo Feliciano de
Silva, que secaban el cerebro al bueno de Alonso Quijano.
Hablando
a la pata llana: antes que convertir a Cervantes en un patético
Generalísmo de las Letras Patrias, deberíamos leer a los clásicos,
estudiarlos, apoyar a los especialistas que los investigan y editan,
y proporcionar una buena educación literaria a la juventud. Evitemos que los neocasticistas pongan a Cervantes al mismo
nivel que los toros, el sol, la fiesta, las procesiones, los
futbolistas y demás blasones de la marca España. Dicho lo cual,
podemos criticar y criticamos la inagotable inventiva de esa otra
burguesía reaccionaria que concibe naciones de diseño en las que,
por ejemplo, en vez de Cervantes, reina Rosalía; no hay toros, sino
vacas; sol, sino lluvia; estepas, sino bosques... y así hasta el
infinito de las fantasías antagónicas.
Tengo
para mí que se descolgó el retrato de Cervantes como se arría la
bandera de una potencia colonial. Esto sucedió en un instituto de
nuestro país, en una casa consagrada a la instrucción pública.
Nosotros,
quienes leemos a Cervantes, somos su verdadera nación. Y los que lo
defienden o lo condenan sin haberlo leído son, en palabras de la
hechicera Cenotia sobre la Inquisición, mastines veladores del
católico rebaño: personaje este, por cierto, de una novela que
Cervantes ambientó en el helado Norte, cerca del lugar de Siberia
donde los soviéticos edificarían siglos después una biblioteca
pública y colocarían un retrato suyo. Toda una lección para los
sectores más retrógrados de nuestra comunidad educativa.
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