Apuntes del Guadarrama, 3





Con tanta literatura a cuestas, desde el mujeriego Juan Ruiz, que buscaba los amores de las serranas; hasta el intrépido Ernest Hemingway, que buscaba las emociones de la guerra; pasando por los viajeros clásicos y románticos, la Sierra de Guadarrama ha merecido el título de Arcadia española. Yo, más modestamente, diría Arcadia castellana. Conste que se trata de una corrección, no de un oxímoron; pues el oxímoron, según un manual de Retórica, es la lacónica fusión o síntesis de dos términos contrarios... y nosotros no queríamos decir eso.



Parece mentira que un accidente geográfico tan modesto haya inspirado una literatura tan espléndida. Y es que a la Sierra de Guadarrama le pasa lo que a una de sus criaturas, el río Manzanares, vergonzante arroyo de Madrid, cuyo menguado caudal, en contraste con la soberbia de sus puentes, aguzó los ingenios satíricos del Siglo de Oro. Resultó, sin embargo, que estos escritores, en su afán de ridiculizar al Manzanares, acabaron consagrándolo como tópico literario. Aparte de la literatura, observo otra coincidencia: dentro de unos años, si nadie lo remedia, la Sierra será como el río una cloaca urbana.



Llevar a los señoritos de ciudad a la Sierra para que descubran el paisaje y con él, el alma del país, es una propuesta pedagógica digna de alabanza. Pero llevar a los alumnos de la escuela pública a la Sierra para que descubran de dónde viene el agua que beben en Madrid me parece una pedagogía superior.



Había en la Sierra de Guadarrama un pino donde yo me sentaba a leer a Unamuno. Ahora ya casi no me gusta Unamuno. Ahora ya no existe el pino donde yo me sentaba a leer a Unamuno.



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