Con
tanta literatura a cuestas, desde el mujeriego Juan Ruiz, que buscaba
los amores de las serranas; hasta el intrépido Ernest Hemingway, que
buscaba las emociones de la guerra; pasando por los viajeros clásicos
y románticos, la Sierra de Guadarrama ha merecido el título de
Arcadia española. Yo, más modestamente, diría Arcadia castellana. Conste que se trata de una corrección, no de un oxímoron; pues el oxímoron, según un manual
de Retórica, es la lacónica fusión o síntesis de dos
términos contrarios... y nosotros no queríamos decir eso.
Parece
mentira que un accidente geográfico tan modesto haya inspirado una
literatura tan espléndida. Y es que a la Sierra de Guadarrama le
pasa lo que a una de sus criaturas, el río Manzanares, vergonzante
arroyo de Madrid, cuyo menguado caudal, en contraste con la soberbia de
sus puentes, aguzó los ingenios satíricos del Siglo de Oro. Resultó, sin embargo, que estos escritores, en su afán de ridiculizar al Manzanares, acabaron
consagrándolo como tópico literario. Aparte de la literatura,
observo otra coincidencia: dentro de unos años, si nadie lo remedia,
la Sierra será como el río una cloaca urbana.
Llevar
a los señoritos de ciudad a la Sierra para que descubran el paisaje
y con él, el alma del país, es una propuesta pedagógica digna de alabanza. Pero llevar a los alumnos de la escuela pública a
la Sierra para que descubran de dónde viene el agua que beben en
Madrid me parece una pedagogía superior.
Había
en la Sierra de Guadarrama un pino donde yo me sentaba a leer a
Unamuno. Ahora ya casi no me gusta Unamuno. Ahora ya no existe el
pino donde yo me sentaba a leer a Unamuno.
Comentarios
Publicar un comentario