Mientras
el ornitólogo observaba las alondras en el campo, solo se escuchaba
el distante rumor de la autopista.
Petrarca
subió a la cima del monte Ventoux y escribió sus impresiones sobre
el paisaje alpino. Juan Ruiz no pasó de los puertos y collados. No
buscaba paisajes, sino los amores de las serranas. De aquel
vagabundear por los caminos viene el Libro de Buen Amor
y buena parte de la literatura medieval europea.
La
modesta Sierra de Guadarrama ha inspirado una gran literatura que
para sí quisieran otras más agrestes cordilleras. Pero esta
literatura rara vez asciende a la cota de dos mil metros de altura.
No hay literatura de los ventisqueros, las cascadas heladas o los
páramos nevados. Los poetas desconocían el uso de los crampones y el
piolet. Ascender a los dos mil metros de altura exige un esfuerzo
físico inconcebible para ciertas sensibilidades líricas. Por eso
los poetas ponen el locus amoenus en la ribera frondosa del
río. ¿Qué sabían ellos de las cumbres?
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