Durante unas vacaciones en la Sierra de Guadarrama leo el ameno ensayo de Sergio del Molino sobre la España vacía. Lo leo en un territorio que ha sufrido una especie de Gran Trauma al revés. Aquí no ha habido los desplazamientos de fronteras y poblaciones que hubo en la ciudad polaca de Adam Zagajewski. Esta no es la historia de la lluvia amarilla que contó Julio Llamazares. Habrá quien argumente que aquí, en la Sierra, no podemos quejarnos. No anegó los valles el agua de un pantano. Aquí los pueblos desaparecieron bajo una riada de urbanizaciones, centros comerciales y carreteras. Hemos dejado de ser la España vacía. ¿Qué somos ahora?
Cuando
el Maligno adopta forma de serpiente, mala señal. La visión de una
serpiente marca indeleblemente el territorio. Hay una geografía del
miedo. ¿Quién, al pasar por ciertos lugares del monte, no se
acuerda de la culebra o víbora que estuvo a punto de pisar, que
sesteaba al sol mimetizada sobre unas piedras o que se deslizaba
entre las hierbas pajizas del verano? En cierto modo, nos sucede lo
mismo con los sitios de la ciudad donde sabemos que se cometió un
crimen. Siempre que callejeando por la ciudad llegamos al escenario
de un crimen, a la esquina donde una mujer fue violada, raptado un
niño o tiroteado un hombre, nuestros primeros pensamientos se
dirigen hacia las víctimas de la violencia.
Como
muchos veraneantes de estos pueblos de la Sierra tienen en sus
urbanizaciones piscina, pista de tenis y club social, apenas se ven
niños jugando en el pueblo. Entre los pocos niños que corretean en
la plaza, veo a los hijos de unos inmigrantes africanos. Son los
niños que más se parecen a los niños que nosotros fuimos.
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