He crecido con historias de la guerra en el Guadarrama. Sé el sitio donde se estrelló un avión de pasajeros y donde un lobo se apareció a una tía mía. Las historias de nevadas eran un género aparte. Cuentan que un hombre de mi familia mató a un toro de una pedrada en la testuz. El río se desbordaba con consecuencias fatales. Ardían bosques que han vuelto a reverdecer. Los abuelos bebían vino peleón con gaseosa en la comida. Los hombres y las mujeres bailaban en las verbenas. Después nacíamos nosotros, hijos de nuestros padres y de la Sierra.
La
Sierra de Guadarrama fue el país de mis soledades adolescentes y
este recuerdo pesa tanto o más que el de la Arcadia infantil.
Una
noche fui a dormir en la cima de una montaña, a más de dos mil
metros de altura. Pasar una noche solo en lo alto de la montaña me
parecía una aventura digna de exploradores, un rito de iniciación, una
experiencia mística.
Sin
embargo, no pegué ojo durante toda la noche. Durante toda la noche
permanecí en vela, procurando no resbalarme en la nieve helada.
Prendí una hoguera, pero no era suficiente para combatir el frío.
Si sacaba la cabeza del saco para ver las estrellas, se me congelaba
la nariz.
Así
aprendí que pasar una noche solo en lo alto de una montaña no es
una aventura recomendable. No vi a Dios. No descubrí la Patagonia. No me
encontré a mí mismo. Por fortuna, conservo los diez dedos de los
pies en su sitio. Eso fue todo, allá, a dos mil metros de altura.
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