Los
paisajes vistos desde el tren ganan en encanto a los paisajes vistos
desde carretera. Esta norma general se explica por varias razones. La
primera es de carácter geográfico. Las carreteras y las vías de
ferrocarril son, en efecto, vías de comunicación que impactan de
manera distinta sobre el territorio que atraviesan.
A lo
largo de las autovías y grandes arterias se suceden estaciones de
servicio, polígonos industriales, bares, hoteles y ensanches urbanos
que buscan la primera fila de carretera y no nos dejan ver el país
por donde circulamos. O mejor dicho, conforman un paisaje propio de
ribera, que nos acompaña durante todo el recorrido, como un mismo
suburbio interminable, y que es distinto del que apenas vislumbramos
en la lejanía. Los conductores pueden detenerse o desviarse en casi
cualquier punto de la ruta y, por consiguiente, es normal que aquí y
allá surjan negocios que les inciten a hacer un alto en el camino.
Los que se anuncian con neones rojos a los conductores varones
constituyen un caso extremo: aparecen en despoblados inhóspitos,
igual que las islas de las sirenas emergían en medio del océano
para perdición de los marineros incautos. Además, en esta sociedad
dependiente del coche, cualquier sitio que tenga un acceso rápido
por carretera posee un valor añadido de civilización. Poned una
carretera en un yermo donde solo florecen los cardos y estad seguros
de que a continuación vendrán el campo de golf, el centro comercial
o la hamburguesería americana.
Una
segunda causa tiene que ver con la comodidad y disposición de
espíritu. En el tren, la persona que observa el paisaje puede
entregarse plenamente al goce contemplativo, mientras que si el
conductor de un turismo se distrajera oteando las vistas
panorámicas, correría un grave riesgo de accidente. El viajero por
ferrocarril o se entretiene con objetos que le ayuden a sobrellevar
la travesía, como teléfono y ordenador; o adopta un modo místico y
mira soñadoramente por la ventana. Para ver los pinos pasar, para
descubrir un bando de avutardas en la estepa, para bordear las rías
y adentrarse en las montañas nevadas, yo prefiero el tren.
El
viajero por ferrocarril es usuario de un medio de transporte público
y esto también tiene su encanto. El azar lo reúne en un vagón con
gente desconocida, que no se sabe de dónde viene ni a dónde va.
Aunque por timidez o por buenos modales no llegue a conversar con las
personas que lleva al lado, se integra en una comunidad itinerante,
que dura mientras dure el viaje; una especie de caravana nómada en
la que nadie se mueve de su asiento, pero en la que se establecen
vínculos sutiles entre los pasajeros. Una mujer o un hombre que
contemplan el paisaje; un hombre o una mujer que leen un libro son
imágenes inolvidables, tan hermosas como el espectáculo de la
naturaleza que se nos ofrece en el exterior del convoy.
Con
el traqueteo del tren el viajero contemplativo corre, sin embargo, el
riesgo de adormecerse. Esto es algo que en verdad lo compromete. Nada
más grosero y contrario al romanticismo de los viajes en tren que un
pasajero que cabecea como un pelele, se echa sobre los hombros del
vecino, desencaja las mandíbulas en un gesto más dramático que el
del grito de Munch y nos atruena con sus ronquidos. El tren cruza un
puente de hierro, se interna en una región boscosa, rodea una laguna
o un monasterio en ruinas, se despide de una aldea empingorotada en
lo alto de un otero... y nadie se extasía ante tal desfile de
maravillas.
Para
evitarnos este bochorno de pereza y ensoñaciones se han inventado
los trenes de alta velocidad. Con ellos se acabaron las siestas, los
paisajes, los libros. Compiten no ya con los coches, sino con los
aviones. En la reciente historia ferroviaria de nuestro país,
primero se desmantelaron las líneas improductivas, las vías que
articulaban los territorios más agrestes y despoblados y que, por
tanto, difícilmente podían ser rentables. Luego pusieron los
precios del tren por las nubes, hasta convertirlo casi en un lujo
para exquisitos que se marean en los autobuses interurbanos. Lo
último es viajar en tren a más de trescientos kilómetros por hora.
Si hay un retraso injustificado, la compañía se
compromete a devolver el precio del billete. Quien quiera hacer
turismo, que se embarque en el Transcantábrico o en el Al Ándalus.
Así
discurría yo, ocioso, durante un viaje en tren desde el Miño a la
meseta de Castilla. O quizá en un viaje por los ferrocarriles del
norte de Portugal. No sé. Por otra parte, recuerdo haber leído unas
meditaciones parecidas en un libro de Bécquer. ¿O era de Azorín?
¿Quizá Baroja?. El autor se lamentaba por la irrupción de los
ruidosos y entonces veloces trenes de vapor, que pronto acabarían
con el encanto de las diligencias. Y ciertamente han desaparecido las
diligencias, desaparecerán los trenes convencionales de largo
recorrido y quizá existan en el futuro mecanismos de teletransporte
que hagan inútiles los trenes de alta velocidad... Nada ni nadie escapa a los
imperativos de la historia. Tampoco los viajeros románticos que
no tienen prisa por llegar a ninguna parte y aman contemplar los
paisajes desde la ventanilla de un tren.
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