Caminantes. Montaña de Lugo





Éramos dos amigos en ruta por las comarcas más agrestes de la montaña de Lugo. Unos viajeros holandeses detuvieron su caravana y se ofrecieron a llevarnos hasta la siguiente aldea. El hombre tenía barba de bárbaro, aunque le faltaba la pelliza de piel de venado para parecer un bárbaro perfecto. La mujer era la típica patinadora sobre hielo que gana tres medallas de oro en las olimpiadas de Lake Placid. Hacían una buena pareja, ideal para trayectos de largo recorrido. Mi compañero de andanzas y yo nos presentamos: “Somos dos amigos en ruta por las comarcas más agrestes de la montaña de Lugo... ¿Entienden nuestro idioma?” Sí, claro... Habían recorrido Sudamérica desde Ushuaia a Bogotá. Si no entendieran nuestro idioma se hubieran despeñado en un barranco de Bolivia. Si no entendieran nuestro idioma, los indios shuar les hubieran reducido la cabeza al tamaño de una pasa. “Nosotros −continuamos a gritos para facilitarles la comprensión del idioma− somos dos modestos profesores de Literatura, a quienes sus alumnos del instituto vejan inmisericordemente cada vez que explicamos la poesía metafísica de Quevedo. Se comprenderá, pues, que nos hayamos puesto en ruta por las comarcas más agrestes de la montaña de Lugo”.


Vemos un monte quemado y los holandeses se llevan las manos a la cabeza (lo que, en el caso del conductor, supone una grave infracción de tráfico). En Holanda no existen los montes quemados. Los únicos incendios que se conocen son los de tulipanes amarillos. Ellos se dirigen hacia el sur, al cabo de San Vicente, que es una punta en la que acaba Europa. Ningún viajero −pensemos en Cristóbal Colón− puede resistirse al encanto de los confines. En otras navegaciones alcanzaron el cabo Norte y el Land's End Cape y el cabo Sunion y no pararán hasta Tarifa, desde donde esperan divisar la costa de África. A África irían con mucho gusto si las agencias de viajes no alertaran del peligro que suponen las bandas de salteadores de caminos, la migración de los ñus y las picaduras de los mosquitos tse-tse.


Mi compañero vapuleado por adolescentes que odian la poesía culterana de Góngora tanto o más que la metafísica de Quevedo, exclama de repente: “¡Hemos pinchado!”. Los holandeses se alarman: no hay ningún pueblo cerca, ningún helicóptero que nos auxilie; y esas montañas −dicen− están plagadas de lobos. Los tres hombres nos ponemos manos a la obra para cambiar la rueda pinchada. En aquellos tiempos retrasados, solo los hombres podían mancharse las manos de grasa y llamar al carburador “carburador” con una especie de complacencia erótica. La mujer, bendita sea, tras consultar el mapa de carreteras, saca una mesa y unas sillas plegables de un compartimento inverosímil, y nos prepara un aperitivo y nos invita a una cervezas bien frías. Ni el más mínimo detalle descuida la campeona olímpica de patinaje sobre hielo: en una jarra, en el centro de la mesa, pone una rama de brezo, que agradecemos besándola en las mejillas con besos sucios de grasa.

Celebramos haber sobrevivido a un pinchazo. O al hecho de habernos encontrado en ruta por las comarcas más agrestes de la montaña de Lugo. Los diarios de los viajeros románticos anotan que las puestas de sol son naranjas o rosas, las puestas de sol dan que pensar, las puestas de sol convocan a los viajeros junto al fuego. Se cuentan cuentos de brújulas que perdieron el norte. Se señalan en el mapa carreteras cortadas por avalanchas de meteoritos.


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