Estaba
en el escaparate de una joyería mirando los colgantes de ámbar. Los
que tenían un mosquito o una hormiga atrapados en la resina eran mis
favoritos. La joyería se llamaba Suiza,
como todas las joyerías; excepto, valga el inciso, las que se llaman Imperial,
que es otro nombre idóneo para que los vendedores de alhajas se den postín.
Un perro se detuvo a mi lado atraído por las diminutas inclusiones
fósiles. Lo acompañaba una mujer que sentía pánico por los
excrementos de las palomas. Como llevaba la vista clavada en la
cornisa del edificio, ¡zas!, se tropezó en el bordillo y le dio un
ataque de tos. Cayó del cielo un copo de nieve, uno solo. Se
presentía un cambio de tiempo en el buzón donde las cartas esperan la visita oficial del hombre del saco. La señora que detestaba
las palomas de la paz fue la primera en darse cuenta de que estaba
nevando. Todos buscamos nuestro paraguas en la cartera o en los
bolsillos, pero no estaba ahí. La sirena de una ambulancia iluminó
la ventisca siberiana que se
había declarado en la
ciudad.
Ofrecí un azucarillo al perro para que me guiara por las avenidas
yertas. El perro respondía al nombre de Toby,
como todos los perros. ¡Toby!, ¡Toby!... Y yo me limitaba a seguir
sus uñas impresas en la
nieve. En vez de ir directamente a casa, nos detuvimos en un bar y
pedimos un bocadillo de calamares, uno para cada uno. El camarero no
entendió lo ridículo de la situación. Pronunciaba las uves dobles
con acento polaco. Discutimos a propósito del ámbar báltico. Había
sido guarda forestal en el bosque de Bialowieza, así que sabía todo
lo que hay que saber sobre las costumbres de los bisontes.
Cerca
del Museo de Antropología hay un bar donde almuerzan los
antropólogos que han vuelto del Amazonas infectados de fiebre
amarilla. Estoy tomando un café mientras registro los
comportamientos territoriales de la población indígena. Por desgracia, la
vista se me va tras las mujeres hermosas. Tomo nota: unas calzan
zapatos de cocodrilo y otras zapatillas de corredora de maratón. El
camarero me ofrece unos prismáticos de 10 X 40 aumentos:
−Le
permitirán distinguir los lunares que las mujeres nativas ocultan a
los antropólogos
inocentes.
El
camarero está muy orgulloso de que en su bar desayunen hombres que
han perdido los dedos de las manos en la meseta helada del Tíbet y
mujeres que dominan el idioma de los kikongos. Las últimas
investigaciones sobre los muñones de los mendigos revelan que la
humanidad sigue empeñada en hacer el mono; vamos,
que no ha descendido de
las copas de los árboles.
−Sí,
señor. Lo han descubierto en la Universidad de West Moorland. Una
joven científica nominada para el Nobel.
−Y
esos individuos que entonan cantos rituales, ¿quiénes son?
−Son del sindicato de
zahoríes.
−¿Qué piden?
−Trabajo y salario digno.
Apunto las reivindicaciones de
los radiestesistas en mi cuaderno de campo, pago el café y me dirijo
a la boca del Metro: es una boca que todos los días se traga a un
millón de viajeros.
La
ciclista cayó al suelo en medio de un charco de dentífrico.
Acudieron dos o tres personas a socorrerla. Comprobaron que
respiraba, un
hilo de aire, no
demasiado. Un líder sindical propuso que se llamara al 112 y
solicitar un helicóptero, pero los bomberos acudieron puntuales a su
cita con las
pequeñas
desgracias
sin
glamur.
Al
lado del siniestro, un profesor de Historia tuvo que interrumpir sus
explicaciones porque los alumnos se distraían con el presunto
cadáver y no le prestaban atención. Estaban más pendientes de los
socorristas
del Samur que de los impactos de proyectil en la Puerta de Alcalá.
La clase de Historia trataba sobre la Guerra Civil, cuyas cicatrices
el profesor mostraba a los distraídos estudiantes de bachillerato, y
ya faltaba poco para los exámenes de evaluación. Como no acudía el
helicóptero a alborotar las pelucas de todos los calvos congregados
en torno a la ciclista agonizante, un voluntario recogió los restos
de su dentadura. Se trataba de un neurolingüista de renombre
internacional. Dijo a la ciclista:
−Diga
usted la palabra tar-dan-za.
Ella
pronunció una letanía de balbuceos incomprensibles. La lesión
−dictaminó
el neurolingüista−
es
grave. Pero acertó a pasar por allí un brujo nigeriano, que ofreció
sus servicios de magia y mediación con los espíritus.
−¿Podemos
seguir la clase? −se
enfadó seriamente el profesor de Historia.
Los adolescentes rodeaban a la
ciclista caída y le pedían que resucitara. Ella abrió los ojos,
vio la Puerta de Alcalá, se echó a andar...
Durante
toda la noche el viento retumbó a la altura del piso 17. Las antenas
de los rascacielos emitían señales de socorro. La galerna volvía
locos a los semáforos y en el puente de los mendigos el insomnio se
rapaba el cráneo para parecerse
a las peores pesadillas. Debajo del puente de los mendigos se hablan
todos los idiomas menos el del Wall Street Journal. Los vagabundos se
arropan con hojas de todos los periódicos menos el Wall Street
Journal. Hay
que cruzar los jardines a pies juntillas para no despertar a los
piojos y subir en ascensor a
áticos sublunares donde
las
parejas hacen el amor cubiertas
con
edredones de plumas. El viento acalla los gemidos de los amantes y se
lleva por los desagües las letanías de los abúlicos y los
improperios de los descreídos. Feliz, pues, el hombre que en una
noche de borrasca encalla entre las piernas de una mujer y mientras
la lluvia golpea los cristales él se cobija detrás de sus orejas.
El hombre que se vuelve bizco porque se le ha metido un pezón en el
ojo. El hombre al que una mujer le da la espalda con todas las
vértebras a flor de beso. El hombre debajo de una mujer con tetas de
cabra y estrías en las piernas. El hombre que oye toser a una mujer
a la que luego acariciará los pelos de la coronilla. El hombre que
se postra ante el ombligo y el orbe de la mujer a la que ama.
En
el autobús 146 sube un elegante caballero ataviado con capa
española. Nadie repara en su extravagancia. A lo sumo, un niño
pregunta si es el conde Drácula, poniendo en apuros a su avergonzada
mamá. “No digas tonterías, niño, es solo un señor” Una joven
sudamericana le hace sitio con una reverencia: es experta en cuidar a
viejos, ya
sea
lavándoles sus partes íntimas o paseándoles al sol de la mañana o
escuchando sus lisonjas y, con más frecuencia, sus vituperios.
−Los
jóvenes de ahora −declama
el caballero−
no
saben latín.
Asiente un ama de casa que
perdió a su hijo por la droga y porque no sabía latín. Tiene toda
la razón el caballero.
−Los
jóvenes de ahora −se
enciende el caballero−
no
estudian el binomio de Newton. ¡Si ni siquiera saben resolver una
raíz cuadrada! Se ha perdido el
respeto a la autoridad y la cultura del esfuerzo.
Y bajamos por
Alcalá hacia Cibeles y
la calle resplandece iluminada por el espíritu de la Navidad.
−Los
jóvenes de ahora −levanta
la voz el indignado caballero−
no
saben quién fue Isabel la Católica.
¡Ay,
entonces
una
empleada del Banco de Santander se desmaya, una
china se rasga las vestiduras, un
obrero de la construcción se rasca la entrepierna! El conductor
frena en seco. La Gran Vía está
cortada. Los
pasajeros nos apeamos con los paraguas abiertos para aligerar el peso
de la conciencia. En el cuartel general del Ejército, una
avanzadilla de japoneses fotografía el nacimiento del niño Dios.
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