Días de invierno en Madrid, 1





Estaba en el escaparate de una joyería mirando los colgantes de ámbar. Los que tenían un mosquito o una hormiga atrapados en la resina eran mis favoritos. La joyería se llamaba Suiza, como todas las joyerías; excepto, valga el inciso, las que se llaman Imperial, que es otro nombre idóneo para que los vendedores de alhajas se den postín. Un perro se detuvo a mi lado atraído por las diminutas inclusiones fósiles. Lo acompañaba una mujer que sentía pánico por los excrementos de las palomas. Como llevaba la vista clavada en la cornisa del edificio, ¡zas!, se tropezó en el bordillo y le dio un ataque de tos. Cayó del cielo un copo de nieve, uno solo. Se presentía un cambio de tiempo en el buzón donde las cartas esperan la visita oficial del hombre del saco. La señora que detestaba las palomas de la paz fue la primera en darse cuenta de que estaba nevando. Todos buscamos nuestro paraguas en la cartera o en los bolsillos, pero no estaba ahí. La sirena de una ambulancia iluminó la ventisca siberiana que se había declarado en la ciudad. Ofrecí un azucarillo al perro para que me guiara por las avenidas yertas. El perro respondía al nombre de Toby, como todos los perros. ¡Toby!, ¡Toby!... Y yo me limitaba a seguir sus uñas impresas en la nieve. En vez de ir directamente a casa, nos detuvimos en un bar y pedimos un bocadillo de calamares, uno para cada uno. El camarero no entendió lo ridículo de la situación. Pronunciaba las uves dobles con acento polaco. Discutimos a propósito del ámbar báltico. Había sido guarda forestal en el bosque de Bialowieza, así que sabía todo lo que hay que saber sobre las costumbres de los bisontes.



Cerca del Museo de Antropología hay un bar donde almuerzan los antropólogos que han vuelto del Amazonas infectados de fiebre amarilla. Estoy tomando un café mientras registro los comportamientos territoriales de la población indígena. Por desgracia, la vista se me va tras las mujeres hermosas. Tomo nota: unas calzan zapatos de cocodrilo y otras zapatillas de corredora de maratón. El camarero me ofrece unos prismáticos de 10 X 40 aumentos:

Le permitirán distinguir los lunares que las mujeres nativas ocultan a los antropólogos inocentes.

El camarero está muy orgulloso de que en su bar desayunen hombres que han perdido los dedos de las manos en la meseta helada del Tíbet y mujeres que dominan el idioma de los kikongos. Las últimas investigaciones sobre los muñones de los mendigos revelan que la humanidad sigue empeñada en hacer el mono; vamos, que no ha descendido de las copas de los árboles.

Sí, señor. Lo han descubierto en la Universidad de West Moorland. Una joven científica nominada para el Nobel.

Y esos individuos que entonan cantos rituales, ¿quiénes son?

−Son del sindicato de zahoríes.

−¿Qué piden?

−Trabajo y salario digno.

Apunto las reivindicaciones de los radiestesistas en mi cuaderno de campo, pago el café y me dirijo a la boca del Metro: es una boca que todos los días se traga a un millón de viajeros.




La ciclista cayó al suelo en medio de un charco de dentífrico. Acudieron dos o tres personas a socorrerla. Comprobaron que respiraba, un hilo de aire, no demasiado. Un líder sindical propuso que se llamara al 112 y solicitar un helicóptero, pero los bomberos acudieron puntuales a su cita con las pequeñas desgracias sin glamur. Al lado del siniestro, un profesor de Historia tuvo que interrumpir sus explicaciones porque los alumnos se distraían con el presunto cadáver y no le prestaban atención. Estaban más pendientes de los socorristas del Samur que de los impactos de proyectil en la Puerta de Alcalá. La clase de Historia trataba sobre la Guerra Civil, cuyas cicatrices el profesor mostraba a los distraídos estudiantes de bachillerato, y ya faltaba poco para los exámenes de evaluación. Como no acudía el helicóptero a alborotar las pelucas de todos los calvos congregados en torno a la ciclista agonizante, un voluntario recogió los restos de su dentadura. Se trataba de un neurolingüista de renombre internacional. Dijo a la ciclista:

Diga usted la palabra tar-dan-za.

Ella pronunció una letanía de balbuceos incomprensibles. La lesión dictaminó el neurolingüistaes grave. Pero acertó a pasar por allí un brujo nigeriano, que ofreció sus servicios de magia y mediación con los espíritus.

¿Podemos seguir la clase? se enfadó seriamente el profesor de Historia.

Los adolescentes rodeaban a la ciclista caída y le pedían que resucitara. Ella abrió los ojos, vio la Puerta de Alcalá, se echó a andar...




Durante toda la noche el viento retumbó a la altura del piso 17. Las antenas de los rascacielos emitían señales de socorro. La galerna volvía locos a los semáforos y en el puente de los mendigos el insomnio se rapaba el cráneo para parecerse a las peores pesadillas. Debajo del puente de los mendigos se hablan todos los idiomas menos el del Wall Street Journal. Los vagabundos se arropan con hojas de todos los periódicos menos el Wall Street Journal. Hay que cruzar los jardines a pies juntillas para no despertar a los piojos y subir en ascensor a áticos sublunares donde las parejas hacen el amor cubiertas con edredones de plumas. El viento acalla los gemidos de los amantes y se lleva por los desagües las letanías de los abúlicos y los improperios de los descreídos. Feliz, pues, el hombre que en una noche de borrasca encalla entre las piernas de una mujer y mientras la lluvia golpea los cristales él se cobija detrás de sus orejas. El hombre que se vuelve bizco porque se le ha metido un pezón en el ojo. El hombre al que una mujer le da la espalda con todas las vértebras a flor de beso. El hombre debajo de una mujer con tetas de cabra y estrías en las piernas. El hombre que oye toser a una mujer a la que luego acariciará los pelos de la coronilla. El hombre que se postra ante el ombligo y el orbe de la mujer a la que ama.




En el autobús 146 sube un elegante caballero ataviado con capa española. Nadie repara en su extravagancia. A lo sumo, un niño pregunta si es el conde Drácula, poniendo en apuros a su avergonzada mamá. “No digas tonterías, niño, es solo un señor” Una joven sudamericana le hace sitio con una reverencia: es experta en cuidar a viejos, ya sea lavándoles sus partes íntimas o paseándoles al sol de la mañana o escuchando sus lisonjas y, con más frecuencia, sus vituperios.

Los jóvenes de ahora declama el caballerono saben latín.

Asiente un ama de casa que perdió a su hijo por la droga y porque no sabía latín. Tiene toda la razón el caballero.

Los jóvenes de ahora se enciende el caballerono estudian el binomio de Newton. ¡Si ni siquiera saben resolver una raíz cuadrada! Se ha perdido el respeto a la autoridad y la cultura del esfuerzo. 
Y bajamos por Alcalá hacia Cibeles y la calle resplandece iluminada por el espíritu de la Navidad.

Los jóvenes de ahora levanta la voz el indignado caballerono saben quién fue Isabel la Católica.

¡Ay, entonces una empleada del Banco de Santander se desmaya, una china se rasga las vestiduras, un obrero de la construcción se rasca la entrepierna! El conductor frena en seco. La Gran Vía está cortada. Los pasajeros nos apeamos con los paraguas abiertos para aligerar el peso de la conciencia. En el cuartel general del Ejército, una avanzadilla de japoneses fotografía el nacimiento del niño Dios.



Comentarios