Madrid es una ciudad de más de
un millón de banderas, según las últimas estadísticas. Sí, las
mismas de los que hace ochenta años convirtieron Madrid en una
ciudad de más de un millón de cadáveres.
Estoy
en la Cuesta Moyano. No sé si comprarme un libro de Hidráulica
publicado en Pekín por la Editorial de Lenguas Extranjeras o pedirle
prestada la boina a Pío Baroja para protegerme la calva del frío
invernal. Me detengo en una caseta y pregunto al librero quién será
el próximo Nobel de literatura. El librero apuesta por un
autor de
Oceanía.
−A
Oceanía −se
queja−
nunca
le toca el gordo.
−Pero, señor mío, ¿quién
conoce a un escritor de Vanuatu o las islas Fiyi?
El librero, erre que erre, se
empeña en que los laureles vayan a un archipiélago lírico donde
los poetas cantan la brisa que agita los cocoteros o a un atolón
donde dicen que naufragó la cóncava nave de Ulises.
−Lo
malo es que nosotros aquí, en nuestra torre de marfil, no nos
enteramos de nada.
Por
lo visto, la torre de marfil es la caseta de madera en la que hurgan
con avidez unos
raros especímenes
convalecientes de bibliografía. Me invita a un café de su termo. En
el tiempo que dura el café, vende una historia de los comuneros
escrita por José Antonio Maravall y un Dioses,
tumbas y sabios,
de C.W. Ceram. Se queja de los sabañones, de los viejos y de los
estudiantes ahorradores, que son sus principales clientes. Me ofrece,
en fin, una Descripción
de la provincia de Chubut
escrita en castellano por un colono galés con una docena de uves
dobles en su impronunciable apellido.
−¿Para
qué quiero un libro de geografía patagónica?
−Nunca se sabe.
A estas alturas de la feria −considero por mi parte− lo que realmente
me vendría bien es la boina de Pío Baroja.
Digo:
−Póngame
una Busca
y un Camino de
perfección,
por favor.
−¡Marchando!
El
barrendero municipal se piensa que soy un tonto municipal y espeso.
−Si
le barro los pies, no se casa −me
advierte mientras amontona las hojas caídas de los plátanos en una
pira funeraria: solo falta el cadáver para prenderle fuego.
−¿Le ha dado un pasmo? ¿Aviso
al 112?
−No
es nada. Si acaso un vislumbre del eterno retorno...
−Usted está mal, vaya si está
mal... Será mejor que llame al 112.
Paseo
por Suanzes y hay una calle que se parece a la calle de mi infancia.
Porque yo nací −disculpadme−
en
un territorio de edificios de ladrillo, afueras
mestizas
y tiendas de
barrio: comercios
como
la mercería de Carmina, una
mujer de Zarzuela del Monte que nos
mareaba a los niños con
el canalillo de su escote y luego
pretendía reanimarnos con
caramelos de violeta. Nosotros
no éramos niños de campo, sino de descampado. El barrendero
municipal me ofrece un trago de su petaca.
−Le vendrá bien para la
tensión.
Yo le ofrezco otro recuerdo: una
pistola de plástico que perdí en el tiovivo de la feria.
−Le
acompaño en el sentimiento −se
muestra compungido el barrendero.
Son adversidades que uno tarda
en superar.
−Antes
las calles acababan de golpe y porrazo en el campo y más allá solo
había campo y, al fondo, unas sierras azules.
Pero
el barrendero no sabe dónde termina la ciudad. Una vez llegó hasta
unos depósitos de gas prudentemente alejados de cualquier bloque de
viviendas. Otra vez descubrió un rebaño de ovejas que se
alimentaban de amapolas. No obstante, me indica una mercería donde
puedo comprar un carrete de hilo verde. En
el escaparate hay madejas de lana para que las madres
de familia numerosa tejan jerséis de explorador polar. El
vendedor es un animoso bangladesí. Pone
el grito en el cielo cuando le pago con monedas que ya no existen.
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