Un
saludo a todos los muertos ejecutados en garrote vil. Esta, señoras
y señores, es la plaza de la Cebada. Ignoro sus sensaciones, pero a
mí me cuesta imaginarme el tinglado del patíbulo en el lugar donde
los vecinos acuden ahora
a
comprar bacalao. Un trecho más adelante, en el Viaducto, se me
vuelven a aparecer los muertos; pero esta vez los muertos que se
mataban a sí mismos, sin mediación
de rey o alguacil, por desesperación, amores contrariados o porque
oían voces que les llamaban desde el lado oscuro. Cruzo la calle
Mayor. Ahí está la estatua de Larra, que se pegó un tiro a los 27
años en la
cercana calle
de Santa Clara.
¿Y los rebeldes fusilados en Príncipe Pío? Donde estuvo el cuartel
de la Montaña y corrió la sangre a raudales, han plantado
un templo egipcio para
que los devotos rindan culto a Amón e Isis.
Un
gaitero entona junto
al estanque melodías
melancólicas
que nos trasladan al desierto de Nubia. Se
me pone el ánimo borrascoso. Le echo una moneda. Gaitero,
llévame a
la otra orilla del río de la Muerte.
Un
individuo enmascarado desea feliz año nuevo a los turistas japones
que pasean por la calle Huertas. Estos, aunque no entiendan el
idioma, sonríen por educación y por imperativo racial. Han
sobrevolado el Polo Norte para venir hasta Madrid. En el Barrio de
las Letras se respira siglo de oro por todas las esquinas, incluso en
las que orinan los borrachos. Los viajeros letraheridos toman
cervezas en la plaza de Santa Ana porque creen en la transmigración
de las musas. Los menos pretenciosos se conforman con una tapa de
patatas bravas y con mirarse en los espejos del
callejón del Gato, que
es un
tipo de
turismo en
alza, llamado por los operadores “turismo de
esperpento”.
Las muchedumbres inconscientes, la multitud promiscua, la masa
apelmazada está en alerta roja por riesgo de atentado terrorista.
Las parejas se besan impúdicamente
como
si no hubiera mañana, como
si ni siquiera hubiera dentaduras postizas.
Han
visto el planeta de los simios y no
les
extrañaría que debajo de la Puerta del Sol hubiese una estatua de
la Libertad enterrada.
Nosotros vamos a un restaurante en el que se cena a la luz de las
velas. El camarero es un búho. Como los búhos tienen fama de
sabios, nos fiamos del vino que nos recomienda. Lo catamos,
intentando pasar por expertos enólogos, pero se nos escapan los
aromas de canela en rama y arándanos del bosque. De todos modos,
asentimos. Asentimos al vino, al bullicio, a las
muñecas de porcelana y a las
letras del abecedario.
Cibeles,
la diosa de la tierra, no recibe hoy a los futbolistas (casi todos
extranjeros). Un cartel da la bienvenida a los refugiados
(extranjeros). Fracti
bello fatisque repulsi,
en verso de Virgilio: quebrantados
por la guerra y rechazados por los hados.
Y luego: panduntur
portae:
las puertas se
abren.
Panduntur:
voz pasiva. Son citas procedentes del libro II de la Eneida,
subrayadas con la vana ilusión de refrescar mis conocimientos del
latín. He empezado mi paseo en Colón, en la zona cero del
delirante
"mal
de banderas".
En Cibeles me pongo gramático y utópico. Cibeles sonríe a una
pancarta que cuelga de la Casa del Pueblo y que da la bienvenida a
los parias de la Tierra.
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