Días de invierno en Madrid, 3




Un saludo a todos los muertos ejecutados en garrote vil. Esta, señoras y señores, es la plaza de la Cebada. Ignoro sus sensaciones, pero a mí me cuesta imaginarme el tinglado del patíbulo en el lugar donde los vecinos acuden ahora a comprar bacalao. Un trecho más adelante, en el Viaducto, se me vuelven a aparecer los muertos; pero esta vez los muertos que se mataban a sí mismos, sin mediación de rey o alguacil, por desesperación, amores contrariados o porque oían voces que les llamaban desde el lado oscuro. Cruzo la calle Mayor. Ahí está la estatua de Larra, que se pegó un tiro a los 27 años en la cercana calle de Santa Clara. ¿Y los rebeldes fusilados en Príncipe Pío? Donde estuvo el cuartel de la Montaña y corrió la sangre a raudales, han plantado un templo egipcio para que los devotos rindan culto a Amón e Isis. Un gaitero entona junto al estanque melodías melancólicas que nos trasladan al desierto de Nubia. Se me pone el ánimo borrascoso. Le echo una moneda. Gaitero, llévame a la otra orilla del río de la Muerte.




Un individuo enmascarado desea feliz año nuevo a los turistas japones que pasean por la calle Huertas. Estos, aunque no entiendan el idioma, sonríen por educación y por imperativo racial. Han sobrevolado el Polo Norte para venir hasta Madrid. En el Barrio de las Letras se respira siglo de oro por todas las esquinas, incluso en las que orinan los borrachos. Los viajeros letraheridos toman cervezas en la plaza de Santa Ana porque creen en la transmigración de las musas. Los menos pretenciosos se conforman con una tapa de patatas bravas y con mirarse en los espejos del callejón del Gato, que es un tipo de turismo en alza, llamado por los operadores “turismo de esperpento”. Las muchedumbres inconscientes, la multitud promiscua, la masa apelmazada está en alerta roja por riesgo de atentado terrorista. Las parejas se besan impúdicamente como si no hubiera mañana, como si ni siquiera hubiera dentaduras postizas. Han visto el planeta de los simios y no les extrañaría que debajo de la Puerta del Sol hubiese una estatua de la Libertad enterrada. Nosotros vamos a un restaurante en el que se cena a la luz de las velas. El camarero es un búho. Como los búhos tienen fama de sabios, nos fiamos del vino que nos recomienda. Lo catamos, intentando pasar por expertos enólogos, pero se nos escapan los aromas de canela en rama y arándanos del bosque. De todos modos, asentimos. Asentimos al vino, al bullicio, a las muñecas de porcelana y a las letras del abecedario.




Cibeles, la diosa de la tierra, no recibe hoy a los futbolistas (casi todos extranjeros). Un cartel da la bienvenida a los refugiados (extranjeros). Fracti bello fatisque repulsi, en verso de Virgilio: quebrantados por la guerra y rechazados por los hados. Y luego: panduntur portae: las puertas se abren. Panduntur: voz pasiva. Son citas procedentes del libro II de la Eneida, subrayadas con la vana ilusión de refrescar mis conocimientos del latín. He empezado mi paseo en Colón, en la zona cero del delirante "mal de banderas". En Cibeles me pongo gramático y utópico. Cibeles sonríe a una pancarta que cuelga de la Casa del Pueblo y que da la bienvenida a los parias de la Tierra.




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