La isla





Antes de que pudiera ser vista desde el aire y fotografiada por los satélites, los mapas situaban la Isla en coordenadas inciertas.


Los primeros navegantes castellanos cartografiaron su contorno con relativa precisión, observando que guarda semejanza con el de un huevo frito. En los mapas políticos, las fronteras estatales son borrosas. Pertenece a Chile o Argentina, si bien al estar despoblada y ubicada en un distrito remoto del sur, los gobiernos reivindican su soberanía más por avidez de prestigio nacional que por interés estratégico.
 

Cada cierto tiempo, una patrulla militar desembarca en la Isla; iza la bandera de su país; acampa durante un par de días, en los que la tropa aprovecha para entrenarse en ejercicios de supervivencia; y regresa a su base del continente con un certificado de toma de posesión del nuevo territorio. Si los argentinos se encuentran la bandera chilena, o viceversa, la arrían sin contemplaciones. El riesgo de un enfrentamiento armado se descarta, no obstante, por ambas partes.


La Isla se sitúa a tres millas al oeste de una bahía sobre la que se precipitan inmensos ríos de hielo. Como la única población de la bahía es un asentamiento de apenas mil colonos, la mayoría de origen eslavo, solo algunos mercantes y balleneros fondean en su ensenada
 

El terreno de la Isla es montañoso y está cubierto de nieve durante la mayor parte del año. Un bosque primigenio hace impenetrable su interior. Se ignora qué especies animales vestigios, tal vez, de eras arcaicas lo habitan. En cuanto al litoral, abundan los pingüinos y lobos marinos, que coexisten con natural reticencia.


La Isla carece de valor económico para los pobladores de la zona. Su aspereza desalienta a los viajeros, que prefieren recorrer el fiordo y extasiarse contemplando los glaciares y cataratas. Los pescadores evitan su costa de escollos filudos
 

En el verano de 1999, una expedición cubano-canadiense trasladó a un equipo de investigadores, en helicóptero, a lo alto de una montaña. Tres espeleólogos murieron despeñados, una geóloga se fracturó el cuello en un ventisquero y un paleontólogo de Manitoba tuvo que ser evacuado por intoxicación etílica. Los supervivientes volvieron con la buena nueva de que habían descubierto tal o cual especie de musgo endémica. Nadie en la colonia se felicitó por el hallazgo.


Por lo que respecta a la presencia del Estado, repárese en que la penuria de almas descarriadas hace innecesario el envío de médicos, maestros y misioneros desde la metrópoli.




Un tipo llamado Zoran se ofreció a llevarme a la Isla. Me refirió la historia de un tesoro. Yo lo creí. 
 

El protagonista de la historia era un millonario excéntrico que, desterrado de la vieja Europa, había planeado la fundación una comuna de mujeres y hombres libres en el fin del mundo. Infortunadamente, en la travesía de Punta Arenas a Puerto Williams el paquebote que lo llevaba a su peculiar Utopía naufragó y el filántropo dio con sus huesos en la Isla. Cabe conjeturar que el naufragio y el forzado aislamiento le desengañarían de las bondades de la vida salvaje. 
 

En un hostal de Puerto Natales, Zoran me aseguró que había localizado los restos de la cabaña del náufrago. Sus manos descarnadas aferraban el mapa de un tesoro. El colono yugoslavo me propuso que formáramos una sociedad para buscarlo y desenterrarlo
 

Se me figuraba una empresa digna de los descubridores y aventureros que desvelaron los confines agrestes del Sur. Al cabo, solo una sucesión de acantilados, selvas y bloques de hielo nos impedía emular a los personajes de Stevenson.


Pero apareció entonces una amante despechada de Zoran. Se llamaba Marcela. Marcela tenía sangre mapuche y me predispuso ladinamente en contra del hombre que la había burlado
 

Supe por ella que el negocio de Zoran consistía en guiar a los viajeros, con cualquier pretexto, a través de las montañas inexploradas de la Isla y abandonarlos en lugares de los que era imposible regresar. Más tarde organizaba expediciones de rescate, que las familias de las víctimas subvencionaban con la esperanza de recuperar los cadáveres de sus deudos. 
 

El esqueleto del supuesto náufrago pertenecía en realidad a uno de sus incautos clientes, un estudiante norteamericano de Antropología a quien Zoran había convencido de la existencia de una tribu no contactada en la Isla. El desgraciado joven no terminaría jamás su tesis doctoral en Berkeley
 

Pensándolo bien, igual suerte hubiera corrido yo de no ser por Marcela, mi salvadora. Mientras la policía de fronteras desmontaba la trama criminal del embaucador yugoslavo, Marcela y yo nos hicimos amantes. Vivíamos en una cabaña, frente a la Isla. Fuimos todo lo felices que se puede ser en un lugar donde llueve o nieva trescientos días al año. 
 

Con semejantes condiciones meteorológicas, es natural que la Isla desaparezca del horizonte y vuelva a aparecer en ubicaciones aparentemente distintas.
 

Ciertos individuos de mala catadura, prófugos y desesperados de toda laya, la eligen como destino final de sus peregrinaciones sin suerte por la vida. La colonia les ofrece un servicio económico de travesía en barca. Yo soy el barquero.




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