Cerca
de nuestra casa, en la bahía de Baiona, vivía una pareja de
ingleses. La mujer era escritora: escribía novelas policiacas que
tenían mucho éxito en su país. El hombre se dedicaba a restaurar
órganos en las iglesias de los pueblos. Ambos eran jóvenes y no
tenían hijos.
Rose
pasaba muchos días sola en casa, mientras Paul visitaba las aldeas
más remotas de la provincia. Cuando hacía buen tiempo, Rose
escribía en el jardín. Si necesitaba descansar o no se le ocurría
ninguna historia, se entretenía cuidando las flores y charlando con
mi madre.
Yo
las oía desde mi habitación, donde convalecía de una grave
enfermedad. Acodado en el alféizar de la ventana, escuchaba su
animado parloteo. Sus temas favoritos eran las labores de la huerta y
las flores: nomeolvides, pensamientos, tulipanes...
y otras muchas que nombraban con sus bellos nombres populares y sus
apellidos latinos. No obstante, picando de flor en flor se enredaban
con cualquier asunto, como los argumentos de las novelas de Rose.
Un
día escuché que Rose le decía a mi madre:
-Mira,
Cristina, te voy a sacar en una novela.
Mi
madre estaba podando un seto.
Dijo:
-Yo
no soy nadie interesante.
-En
mi novela eres una mujer todavía joven y guapa, separada, que vive
en una casa de campo, en un pueblo del norte de España, y que tiene
un hijo único al que ama con locura.
-¿Esa
mujer estupenda soy yo?
-Tú
eres mucho mejor, porque mi protagonista es además una asesina.
-¡Ay,
no me digas que mato a alguien!
-Pues
sí, envenenas a tu mejor amiga. ¿Sabes por qué? Porque ella seduce
a tu hijo adolescente.
Mi
madre rió escandalizada. Confiaba en que tradujeran pronto la novela
para poder leerla y averiguar cómo se resolvía el crimen. Incluso
le pidió a la autora que las flores favoritas de su personaje fueran
las buganvillas; y su plato, el lenguado a la plancha. Rose aseguró
que así sería.
Mi
salud mejoró a base de una dieta ligera, reposo y paseos por el
campo. Desde la operación, llevaba casi un mes sin asistir a las
clases del Instituto. Dedicaba mucho tiempo a la lectura y mi madre
me obligaba a estudiar, al menos dos horas al día, los libros de
texto. Vagaba por la orilla del río con un ejemplar de Tom Sawyer
en la mochila, pero echaba de menos la camaradería de un Huckleberry
Finn que me hiciera más soportable tanta soledad campestre.
Un
día caluroso de junio, mi madre me mandó ir a casa de Rose para
darle unas semillas que había comprado en la feria. Nuestras casas
eran las últimas en las afueras del pueblo. Más allá, la carretera
se convertía en un camino y empezaba el monte de robles.
Al
abrir la cancela, el perro se puso a ladrar, pero no me dio miedo
porque Whisky y yo éramos buenos amigos. Rose no estaba en el
jardín. La llamé desde el porche de la casa, pero no contestó. La
puerta estaba abierta, así que me asomé al interior. Grité:
-¡Rose,
soy yo! ¡Andrés, el vecino!
La
casa tenía dos pisos. Oí el golpe de una puerta en el piso de
arriba y el ruido del agua en la ducha. Rose me pidió que subiera.
-Estaba
a punto de meterme en la ducha -dijo.
La
encontré atándose el albornoz. Se alegró de recibir las semillas y
me preguntó cómo estaba de salud. Al inclinarse para examinar el
paquete, observé que no llevaba nada debajo del albornoz y que se le
veían los pechos. Yo no sabía a dónde mirar. Rose me preguntó si
había visto su colección de bonsáis.
-Son
la joya de la corona -dijo.
Tenía
robles, hayas, olivos y otros arbolitos enanos plantados en tiestos.
Cada
vez que me mostraba una de sus joyas de la corona, a mí se me iba la
vista al escote del albornoz. En medio de su discurso botánico se
dio cuenta de que no eran los bonsáis, sino otras, las joyas de la
corona que a mí me deslumbraban. Se cubrió con la toalla y dijo:
-Tú
estás mal. A ti te pasa algo.
Me
palpó la frente, que ardía como el resto del cuerpo.
-Puede
ser un golpe de calor. Con este calor nunca se sabe. Lo mejor será
que te eches en mi habitación, que es la más fresca de la casa.
A
pesar de mis negativas, de las frases entrecortadas que balbuceaba
cohibido, me condujo hasta su cama. Me ayudó a descalzarme y bajó
las persianas para que no me diese el sol del mediodía.
-Te
voy a preparar un refresco -dijo-. ¿Estás bien ahí?
Estaba
en la gloria y, sin embargo, no podía disfrutar de ella por la
vergüenza que me causaba mi desvarío. La gloria era la blandura de
la cama, el olor de Rose, la ropa de dormir de Rose, que sobresalía,
hecha un gurruño, debajo de la almohada. La inglesa tardó unos
minutos en volver con un zumo de limón. Dijo:
-Mientras
te lo tomas, me visto y aviso a tu madre
.
Y
allí mismo, en la penumbra de la alcoba, antes de llegar al baño,
se quitó el albornoz y se quedó desnuda... mientras me hacía
recomendaciones sobre cómo inspirar y expirar con el abdomen para
evitar la ansiedad (Rose practicaba el yoga). Se puso un pareo y
salió como una exhalación. La oí llamar a mi madre desde el
jardín. Oí cómo la tranquilizaba y adelantaba su propio
diagnóstico.
-No
es nada de lo suyo. Para mí que se trata de un simple sofoco.
A
mi madre no le impresionó en absoluto mi estado de postración.
Apartó de un manotazo las prendas de Rose, esparcidas
desordenadamente en la cama, y me tomó la temperatura. “Este lo
que necesita es una ducha fría”, dijo.
Cuando
me recuperé del susto, y le dije que me gustaría ir algunas mañanas
a casa de Rose para hacerle compañía y aprender cosas de las
flores, me dio largas con no sé qué pretextos médicos.
Acudí
un par de semanas, siempre a la hora de la ducha, pero nunca volví a
verla desnuda como en la primera ocasión. Durante estas visitas
atendía a sus explicaciones, y la ayudaba a podar y regar las
plantas, pero enseguida me aburrí de la jardinería y yo mismo, por
iniciativa propia, preferí quedarme a solas con mis libros.
Quien
más se alegró de esta deserción fue mi madre. Enturbiaba, no
obstante, su felicidad el tenaz ensimismamiento y malhumor que me
aquejaron desde de entonces, con grave perjuicio de mi salud. Su
amistad con Rose se había resentido. Cuando Rose le anunció la
publicación de su última novela, titulada Seducción (pero
en inglés), a ella le había dado por leer libros de plantas
venenosas, elixires tóxicos y pociones mortíferas.
-¿No
pretenderás envenenar a nadie, como la protagonista de mi novela?
-se asustó Rose.
Mi
madre rió la broma. Tenía una azada en la mano.
-Qué
bruta eres. Ya te dije que yo no soy nadie interesante y que aquí no
pasa nada interesante, a diferencia de las novelas. ¿Te acuerdas de
la zorra que mató el vecino merodeando en su finca? Pues esa es toda
la historia: una zorra más, una zorra menos...
Tal
era, en fin, la prosaica explicación de por qué mi madre elaboraba
venenos: para matar a las zorras que se metían en su jardín.
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