Yo
prefiero la lluvia a la sequía. Y el olor a madera de pino antes que
las liebres muertas de los bodegones.
Me
complacen los charcos, las emisoras de radio extranjeras, el tacto de
las bufandas, los trenes estacionados en vías muertas, las sirenas
de los faros y una serie de objetos que solo se conciben en la
penumbra forzosa de los diluvios.
Cuando
arrecia el temporal, los muñecos rojos de los semáforos son inútiles. Los
paraguas pueden ser útiles o no, dependiendo de la fuerza del viento
y la intensidad de los abrazos con que los amantes burlan las ráfagas
de frío.
La
lluvia nos trae el desamparo del páramo, la decrepitud de los
líquenes, el vaho de las ciénagas.
Sin
lluvia no habría librerías de viejo. Los hospicios se quedarían
sin huérfanos pálidos. Los campos, sin cuervos. Y en las tabernas
no se emborracharían las viudas de los marineros desaparecidos en el
mar y nunca jamás encontrados.
Sin
lluvia, en fin, no hubiera escrito estas líneas, dirigidas a nadie
en concreto y fechadas en un lugar del oeste, a primeros de marzo de
2018.
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