Un
libro es uno de los pocos artículos pintorescos que se puede comprar
en una ciudad extranjera. Puede estar escrito en una lengua que no
entendamos o incluso en un alfabeto indescifrable como el de las
tablillas sumerias. El pariente, la amiga o quien quiera que sea el
destinatario del suvenir nos lo agradecerá de todo corazón. Si no
son personas letraheridas, el libro les servirá como objeto
decorativo para rellenar los espacios vacíos de las estanterías del
cuarto de estar.
En
una ciudad del norte de Portugal me compré un libro de uno de los
más grandes poetas portugueses y universales. Con mi libro en la
mochila paseé por la plaza de la República, frente a la fachada
manierista de un palacio del siglo XVI y por la dársena del puerto.
Siempre acompañado y quizás inspirado por el libro, entré en una
de esas cafeterías que si estuviera en Dublín nos evocaría
inevitablemente a James Joyce y si estuviera en Lisboa al autor de la
obra que guiaba mis pasos. Me senté junto al ventanal para tener
buenas vistas de la plaza, del chafariz y de la gente que andaba por
ahí. Un buen café y un pastel de almendras, además de un libro,
elevan el espíritu al séptimo cielo de la cultura portuguesa.
Por
tan altos espacios etéreos volaba el alma que no me di cuenta de la
presencia, en la mesa vecina, de otra pareja lectora. Leían una hoja
suelta. Por su conversación, entendí que era la factura de la luz.
El hombre estaba indignado y la mujer repasaba los números buscando
explicaciones. Yo creo que les costaba tanto entender las cuentas de
la compañía eléctrica como a mí algunas metáforas del gran poeta
universal. La mujer le susurraba al hombre que bajara la voz, tal vez
en atención a mi pose de intelectual sublime, pero este clamaba
furioso contra los ladrones que chupan la sangre del pueblo. Cuando
se fueron, observé que la mujer era menuda y miraba hacia atrás,
hacia la mesa que habían ocupado, como temerosa de que se le hubiese
olvidado el bolso. El hombre, en cambio, agarró el paraguas como si
empuñara la espada Excalibur. Los vi alejarse, cogidos del brazo,
echando cuentas, impotentes ante los abusos de los poderes oscuros.
Yo
me quedé deleitándome con mi café, mi pastel de almendras y mi
libro del desasosiego.
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