Que
la revolución feminista alcance al lenguaje y deje su impronta en él
es un fenómeno imparable. Otro tanto puede decirse de la revolución
científica y tecnológica, que no solo ha enriquecido el castellano
con un sinfín de neologismos, sino que ha transformado radicalmente
nuestras maneras de leer, escribir y, en definitiva, comunicarnos. La
influencia del inglés, consecuencia de la hegemonía económica de
los países de lengua inglesa, está asimismo provocando una entrada
masiva de anglicismos, muchos de ellos innecesarios. Estos
extranjerismos suscitan el rechazo de algunos puristas pero, en
general, vienen acreditados por el prestigio que otorga el poder.
Admitiendo
que las lenguas, como las sociedades que las hablan, están en
continua transformación, el impacto de estos procesos históricos en
el lenguaje no debería escandalizarnos. O por lo menos, no deberían
escandalizarnos unos más que otros. Pues, en efecto, resulta
sospechoso que las innovaciones feministas sean objeto de la mofa, el
menosprecio y las lecciones de los doctos varones, mientras la moda
extranjerizante se asume como inevitable y se discute en las
tertulias aparentemente sin carga ideológica, con buen rollo, sin
acritud.
De
estas novedades, no todo quedará. Pero a la mitad del género humano
tradicionalmente silenciada nadie le detendrá en su voluntad de
hacer más suyo el lenguaje. Y no olvidemos que estamos hablando de
las madres que transmiten las lenguas maternas, las que cuentan los
cuentos, las maestras y la mayoría de estudiantes y profesorado en
las facultades de Filología.
Decía
Juan de Valdés en el Diálogo de la lengua (siglo
XVI) que todos los hombres somos más obligados a ilustrar
y enriquecer la lengua que nos es natural y que mamamos en las tetas
de nuestras madres, que no la que nos es pegadiza y que aprendemos en
libros. El humanista castellano
reconocía que las lenguas
naturales son
maternas: se adquieren por
las tetas
más que por los cojones.
Y a día de hoy,
los deberes lingüísticos
que exigía
a los hombres obligan
también a
las mujeres, que
reivindican justamente sus
derechos.
Habrá
errores, excesos y modas que con el tiempo caigan en desuso y otras
que den el salto a la norma
culta. Siempre ha sido así.
Los sesudos varones que se mesan las barbas hacen mal. Lxs
que escriben todxs y
fórmulas semejantes
hagan
lo que les plazca mientras
no quieran imponernos su manual de estilo a los demás.
Mucho
mejor sería
fomentar el empleo
del género gramatical
femenino como no marcado: todas
podemos ser todas y
todos igual
que todos somos
todos y todas.
Basta con atreverse y
acostumbrarse al cambio.
A
fin de cuentas, las mujeres y hombres que hablamos este idioma, sobre
cuyo léxico y estructuras gramaticales pesan, sí, milenios de
machismo, anterior a la
propia formación
del castellano, tenemos la
última palabra. La
ventaja es que cada vez habrá más miembras y portavozas para
tomar la palabra, y para
limpiar y dar esplendor a la lengua.
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