En
las montañas de Nicaragua ─cuenta Sergio Ramírez─, hacia 1980
aún había gente que no sabía leer y escribir. Jóvenes brigadistas
acudían de todas las partes del país a enseñarlos. Cualquier descampado era apto
para instalar una pizarra en la que estudiar las primeras letras. Los
brigadistas no solo se ocupaban de tareas intelectuales; también
cortaban café o algodón y, si era preciso, empuñaban el fusil para
defender la revolución de los ataques de la contra: era la hora no solo de
luchar por los demás, sino de vivir como vivían los demás.
Con
motivo del premio Cervantes, la profesora leyó unas líneas de
Adiós, muchachos a sus alumnos de Literatura, quienes, aunque
podían figurarse un país pobre en el que la gente no supiera leer
ni escribir, no entendieron el significado de la frase luchar por
los demás. Por suerte suya, luchar por los demás era
algo que no entraba en los contenidos mínimos, en los estándares de
aprendizaje ni en las competencias clave. De este modo, pudieron
pasar el resto de la clase sin prestar atención a la lectura, para
mayor depresión de la profesora, que se sentía incapaz de
motivarlos.
Mientras,
en la lejana Nicaragua, el pueblo moría acribillado en protestas
contra el gobierno y las televisiones de todo el mundo emitían la
muerte en directo de un periodista.
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