Matanza de palestinos por tropas israelíes




Hace 25 años estuve en Jerusalén. Lo he sabido por un cuaderno de tapas verdes que guardo en una caja de galletas. En la caja hay unas hojas de acebo pintadas en torno a un lago helado. En el lago helado hay una pareja de patinadores. Hace 25 años, al este de Jerusalén, no se me ocurrió otra cosa que ir andando solo de Abu Dis a Belén, donde los magos adoraron a Jesús en el pesebre.

Anduve por pueblos palestinos donde escasean, desde el tiempo de los magos, las estrellas fugaces y los forasteros. Creo que pasé cerca de un lugar llamado Sawahara al-Sharqiya. Me crucé con una patrulla de soldados israelíes que no me pidieron la documentación. Me crucé con una familia de campesinos que no me degollaron. Lo peor fue una pandilla de niños que me dijeron salaam muy sonrientes. Según la Inteligencia Militar, los niños son expertos en lapidar a los extranjeros incautos. Unos colonos judíos me indicaron la dirección en inglés. La llave herrumbrosa que trajeron de Toledo, Kiev o Varsovia abre hoy casas estilo Middle West con jardines y columpios para los niños. A veces los niños salen rubios, y a los dieciocho años obtienen el permiso para conducir carros de combate Merkhava Mk 3. 


Me habían metido tanto miedo que atravesaba los montes de olivos sin decir un solo versículo del libro sagrado: quizá fueran los nervios, quizá la vecindad abrasadora del desierto de Judea. Al cabo, salí ileso de una gira turística por trincheras enemigas. Fue hace 25 años. Sobreviví a la ira de los sumos sacerdotes. Desde entonces la matanza continúa.




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