Enseñar gramática


Ejemplar del Libro de Buen Amor en la Peña del Arcipreste, Sierra de Guadarrama


En un artículo titulado Sobre la lengua española, que data de 1901, el filólogo y escritor vasco Miguel de Unamuno reivindicaba la importancia de una buena educación lingüística. Frente a la gramática meramente clasificativa y descriptiva, que consideraba último abrigo de la ideología escolástica, proponía un estudio científico del lenguaje, razonando que hay que hacerse la lengua estudiándola a ciencia y conciencia en el pueblo que nos rodea más que tomándola hecha y a gramática y arte en los viejos escritores. Aconsejaba, sin andarse con chiquitas, que cada uno escribiese como le diera la gana. En otro ensayo de las mismas fechas, La reforma del castellano, ironizaba sobre el estudio de la gramática, a su juicio tan útil para hablar y escribir bien como la clasificación botánica de Linneo para aprender a cultivar la remolacha. Ideas, por cierto, que el catedrático de Salamanca habría quizá leído en el propio Quintiliano, quien sostenía en su Institutio Oratoria  que una cosa es hablar latín y otra hablar la gramática.

Desde tiempos de Unamuno, no parece, sin embargo, que se haya avanzado gran cosa en  el camino de una buena enseñanza gramatical. Prueba de ello es que aún son muchas las personas que ante una duda lingüística preguntan a los profesores de Lengua si tal o cual construcción gramatical “se puede decir”; si esta o aquella forma “está permitida”; se entiende, “permitida” por el “Alto Comisariado” de la Real Academia Española. Y lo lastimoso es que no solicitan una explicación, sino el permiso de la autoridad, una especie de salvoconducto para las palabras sospechosas.

Por ejemplo, una cantinela habitual: ¿Se puede decir almóndiga? Dan ganas de responder que si mucha gente lo dice y no cae fulminada de muerte súbita es obvio que se puede decir. Pero lo que  de verdad quieren saber estos usuarios del idioma es si la forma almóndiga está autorizada por la RAE y figura, por tanto, en el sanctasanctórum de su diccionario. Si es así, se nos quita un peso de encima y seguiremos diciendo lo que ya decíamos con la conciencia tranquila; en el caso contrario, acatamos disciplinadamente el dictamen de los sabios.

Esta mentalidad sumisa, crédula y perezosa, que revolvería a Unamuno, es lo contrario de la buena educación lingüística. La duda lícita sobre si es preferible decir albóndiga o almóndiga requiere una breve explicación. En las aulas podemos consultar el diccionario electrónico, comprobar la etimología (del árabe hispánico albúnduqa), e impartir unas nociones fundamentales sobre cambios fonéticos, historia de la lengua, y las variedades sociales y de uso. La profesora o profesor recurrirá a otros ejemplos de confusión de sonidos bilabiales, como boñiga-moñiga. Al final ha de quedar claro que siendo albóndiga la forma preferible en el habla culta actual, la otra forma también existe en el uso corriente y puede darse el caso de que se generalice y con el tiempo se convierta en la correcta.

Nadie, pues, ha de pedir permiso a ninguna Real Academia ni a ningún profesor de Lengua para hablar como le venga en gana: Dicere, scribere quod in buccam venit (decir, escribir cuanto os venga a la boca) decía un proverbio latino que nos recuerda el profesor finlandés Veikko Väänänen. Consejos de uso, explicaciones científicas, sí, todos las que sean precisos. Pero no convirtamos la gramática, la clase de Lengua, en un engendro peor aún que la lista de los reyes godos, una disciplina notariesca o inventarial, de la que se quejaba Unamuno. Si a ese baldón le añadimos el de la terminología farragosa y cambiante, y unos métodos analíticos de dudosa eficacia, no es de extrañar que sea una de las asignaturas más antipáticas del currículum escolar y quizá menos provechosas para que los jóvenes se suelten a hablar, escuchar, leer y escribir en su lengua. ¿No estaremos fomentando todo lo contrario?


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