Museo de la Emigración





Visité un museo de la emigración en una provincia del norte. El edificio era la casa azul y blanca de un indiano, rodeada de hermosos jardines. Podías sentarte en un banco del parque y esperar a que pasara la Regenta. Si te asomabas a un ventanal, veías a lo lejos el malecón de La Habana. Los barcos que zarpaban desde los puertos de Europa hacia el Nuevo Mundo se anunciaban en carteles con vibrantes reclamos publicitarios: “Grandes y magníficos vapores de cuatro palos”. Los baúles, que guardaron un mundo de objetos personales, me conmovieron. Admiré los cuadros de Úrculo, pintor de maletas y sombreros.

Los carteles mostraban ilustraciones de los navíos con las velas desplegadas, la chimenea expeliendo humo negro, la bandera ondeando en popa. Navegaban airosamente sobre una diminuta porción de mar dibujado a plumilla. Entonces un viaje rápido entre Europa y América del Sur duraba dieciocho días.


En los anuncios se leía:


El vapor de cuatro palos Colombo saldrá el 5 de junio de 1877 para Montevideo y Buenos Aires. Los señores pasajeros de tercera clase tendrán diariamente vino, pan y carne fresca. 


Para Puerto Rico y La Habana saldrá el 28 de febrero, a la una de la tarde, conduciendo la correspondencia pública y de oficio, el vapor correo Santander, al mando del capitán D. Mariano de la Lastra. Admite carga a flete y pasajeros. 


El vapor Coruña, de la Compañía de Vapores Correos Trasatlánticos, saldrá de Cádiz el 30 de agosto a la una de la tarde con destino a Puerto Rico y La Habana. Se expiden billetes combinados para Mayagüez, Ponce, Santiago de Cuba, Gibara y Nuevitas, trasbordando en Puerto Rico a otro vapor de la empresa.

 
Me puse melancólico y en modo ciudadano concienciado, así que me dio por pensar en una posible ampliación del museo que incluyera los flujos migratorios actuales.


Se me ocurrió que mediante técnicas museográficas sencillas y baratas se podría reproducir una patera con capacidad para doce personas, pero en la que se ahogan veinticuatro; o una balsa hinchable de las que se compran en las tiendas de los chinos.


Las concertinas con las cuchillas ensangrentadas no se cotizan tanto como los pedazos del muro de Berlín que se exhiben en todos los museos de diseño contemporáneo, pero resultan igual de evocadoras.


En los carteles que anuncian las travesías marítimas no figurarán los nombres de los capitanes y los consignatarios: habría que buscarlos en los archivos policiales de las mafias.


Los remolcadores de Salvamento Marítimo merecerán un lugar de honor.


En vez de baúles y maletas, bolsas de basura; en vez de sombreros Panamá, mascarillas para soportar el mal olor y no contraer enfermedades infecciosas.


Nada de bailes de sociedad, hospitales españoles y centros regionales como los que nuestros emigrantes fundaban en América. El Museo de las Migraciones Contemporáneas expondrá la vida cotidiana de un subsahariano anónimo en un Centro de Internamiento de Extranjeros.


Consciente de que tales planes arruinarían el encanto romántico del museo, me abstuve de depositarlos en el buzón de sugerencias. Apunté, en cambio, una cita sobre la nostalgia, no sé si de Ortega y Gasset o La que se avecina. Apunté mi lugar de procedencia y la fecha. En la tienda compré varias láminas de los antiguos vapores trasatlánticos. El encargado me proporcionó un plano en el que aparecían señaladas las playas, las rutas de senderismo, los cajeros de los bancos y los restaurantes de la zona. Recomendé encarecidamente el museo en la página de TripAdvisor.


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