Cuaderno de Chipre, 3




(Bazar, Nicosia) El tendero que encuentras despatarrado en una silla con la mandíbula desencajada y la camisa entreabierta dejando al descubierto un broncíneo torso velludo, dichosamente traspuesto en el sopor de la siesta, no se ajusta ni de lejos al perfil del emprendedor capitalista. Sin embargo, dejadle dormir, dejadle soñar. ¿Qué prisa tenéis en comprar una alfombra que se tejió con laboriosa lentitud, una alfombra digna del palacio del sultán y los magos de las mil y una noches? Consumistas compulsivos: refrenaos, aceptad el café a que os invita el vendedor y deleitaros con su apabullante charlatanería. El café y el tiempo de conversación corren a cuenta de la casa.




(Oriente / Occidente) Una de las principales universidades del norte de Chipre se llama Universidad del Cercano Oriente. A un centenar de kilómetros de Siria y a otros tantos de las costas meridionales de Anatolia, Chipre es el Oriente Próximo, independientemente de que los chipriotas se expresen en griego o en turco. No por hablar griego, tener una mayor densidad de McDonalds por kilómetro cuadrado y levantar hoteles de veinte plantas en primera línea de playa, los grecochipriotas se pueden jactar de ser más europeos u occidentales que sus paisanos de lengua turca. Que la civilización griega sea el origen de la europea no significa que fuese occidental, pues no lo era en términos geográficos, de raíces culturales ni, menos aún, en el sentido que se da ahora a Occidente de países capitalistas ricos y con pedigrí norteño. No estuvo el jardín de Epicuro en las riberas del Sena ni la Academia de Platón en Berlín. Deudores de los fenicios y los egipcios fueron los griegos antiguos y lo somos, por tanto, todos los europeos actuales. Con razón advertía Antonio  Machado: Hombre occidental, / tu miedo al Oriente, ¿es miedo / a dormir o a despertar?





(Marina de Limasol) Su padre era pescador en Famagusta, al este de Chipre. En una foto en blanco y negro se le ve a bordo de una barca con toda la tripulación posando en la cubierta: hombres recios, bronceados por el sol, apuntalados en un plano inclinado que se balancea con el movimiento de las olas. Unos montes yermos señalan la cercanía de la costa.
El hijo muestra orgulloso la foto a los turistas que acudimos en tropel a la tienda de recuerdos. El hijo vende esponjas de mar naturales y otros productos típicos del mar y la tierra de Chipre, como jabones de aceite de oliva. En una esquina del local hay una barca varada en un escollo de esponjas y el maniquí de una mujer desnuda, quizá una sirena en su fase humana, que se tapa pudorosamente con la larga melena.
Ante la foto de su padre, pescador en Famagusta, el vendedor explica los efectos saludables de las esponjas naturales del Mediterráneo. Para demostrarlo, se ensucia las manos en una tina de líquido oscuro; a continuación, se las restriega y las exhibe impolutas, tan suaves como la piel de un recién nacido.
Convencidos por el charlatán, todos los turistas compramos un buen surtido de esponjas milagrosas.





 

(Kolossi) Durante su estancia en el sur de Chipre, el viajero fue a visitar un castillo. La fortaleza databa de la época de las cruzadas y había pertenecido a los caballeros de la Orden de Malta y a los Templarios. Tras recorrer todas las salas —oscuras, frescas, vacías—, el viajero abandonó el castillo y echó a andar por un camino que previamente había divisado desde la torre de homenaje. El camino se alejaba del pueblo. Era una pista polvorienta que atravesaba olivares, y plantaciones de naranjos y granados. El sol relumbraba en la tierra blancuzca. Se veía el mar tras las colinas del suroeste. El caminante, después de varias bifurcaciones que no sabía a dónde le llevarían, llegó a un cementerio. Era un cementerio británico. Abrió la verja y entró a refugiarse a la sombra de los cipreses. Se sentó en un banco junto a la tumba de un escocés. Supo que era escocés porque tenía la bandera de su país puesta en la lápida. Algunas tumbas tenían bufandas de los equipos de fútbol que habían dado tantas alegrías y disgustos a quienes ahora descansaban en paz; otras, objetos personales que evocaban las aficiones de los difuntos. El caminante recorrió el cementerio hasta el extremo donde se situaban las sepulturas más recientes, aún sin losas, tan solo montones de tierra reseca, coronas de flores mustias y yerbajos. A estos muertos les había tocado la zona de sol y no había quien parara allí, excepto las lagartijas, que corrían de una tumba a otra y se metían bajo las piedras para escapar del intruso. Extranjeros en vida, los muertos yacían ahora en tierra de todos. El viajero recordó unos versos de Antonio Machado: Un golpe de ataúd en tierra es algo / perfectamente serio. Para no ponerse melancólico, dejó en paz a los finados, cerró la cancilla del camposanto y echó a andar por el camino polvoriento.


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