Pandemia, 12




Voy a comprar el pan en la panadería del barrio. Como todas las mañanas se forma una larga cola que ocupa un trecho de la calle, dobla la esquina y continúa por la perpendicular, cambio de planes y me dirijo a otra panadería que está un poco más lejos. Llevo la bolsa del pan bien a la vista para que nadie sospeche de mis intenciones. Ha pasado una patrulla de la Policía Local, pero no me han dicho nada. En la panadería, compro una barra de trigo y una barra de centeno. La empleada se lava las manos con gel hidroalcohólico después de darme la vuelta. Está todo tan triste, se queja. Quién nos lo iba a decir hace unos días, digo yo. En esta panadería no venden pasteles, así que prosigo mi desvío hasta la única pastelería abierta que hay en el pueblo. Los pasteles me permiten alargar el paseo y son a la vez un acicate para prolongar las sobremesas familiares del confinamiento. La empleada se resguarda tras una mampara de plástico. No hay nadie, se queja, la gente tiene miedo. Quién nos lo iba a decir hace unos días, asiento yo apesadumbrado. Me da el tique de compra: Por si te lo piden, dice. Sin más divagaciones, emprendo la vuelta a casa. Pero observo que en el cruce de las dos avenidas principales, la Guardia Civil ha montado un control. No tengo nada que temer, desde luego. La bolsa del pan, la bandeja de pasteles y el tique que demuestra dónde he hecho la compra me proporcionan una coartada impecable. Aun así, nunca se sabe. Doy un rodeo por si acaso, aunque me preocupa la gente de los balcones. Tal vez se hayan dado cuenta de que tantas vueltas y tanto tiempo de paseo carecen de justificación. Algunos de estos vigilantes espontáneos increpan a quienes consideran que se están saltando el confinamiento. Lo correcto, según las autoridades, sería hacer la compra una vez a la semana o al mes. Por todo ello, apresuro el paso. Me cruzo con una serie de individuos sospechosos: quizás sean trabajadores esenciales, quizás simples compradores de pan como yo. Cuando llego al portal de mi casa, calculo que habré andado un kilómetro en cerca de cuarenta minutos, lo que supone una media bastante alejada de los 5,3 km/h en que se estima la velocidad estándar al caminar. Con la mala conciencia del infractor, miro a ver si me ha seguido alguien. Estoy a salvo. Dedico las últimas bocanadas de aire libre a contemplar el vuelo de las golondrinas y los pampullos que florecen en el descampado.


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