El "alma eterna" de Castilla

 

 


 Paseando por una vieja ciudad de Castilla o, si se quiere, una ciudad de Castilla la Vieja, me siento a descansar en una plaza donde juegan los niños. Es un día caluroso de julio. A la sombra de los castaños de Indias, sentados en bancos de piedra, dormitan algunos ancianos. El surtidor de la fuente sonará monótono en el fondo de su ensoñación. Sobre la fronda del parque, como una espiga, se alza una torre mudéjar, que tiene una veleta en lo alto del campanario. Rodea la plaza un barrio de calles muertas donde hace siglos residieron canónigos y caballeros encumbrados.


Las madres de los niños son inmigrantes marroquíes que conversan entre sí en el árabe de su país de origen. Los niños hablan una algarabía que mezcla el castellano de la calle y la lengua materna del hogar. La charla cesa un instante cuando se suma al grupo otra madre con dos niños de unos cuatro y cinco años. Estos quieren jugar con la misma pelota con que juegan los marroquíes. La madre, con fuerte acento eslavo, les grita: “Las cosas se piden por favor”. La barrendera municipal, que observa cómo los niños se disputan la pelota, les ríe las gracias. Ella es una mulata venida del Caribe.


Yo, que había buscado la calma de la plaza para recrearme en la lectura de Azorín y sentir el alma eterna de Castilla, cierro el libro. Voy a la terraza de un bar, donde me atiende un camarero argentino. Pido un vino del país. Brindo por esta tierra: no por la Castilla vieja de los caciques y tahúres y logreros de toda la vida, que denunciara Machado; no por la de los literatos casticistas; no por la quintaesencia de España; no por la Castilla que hizo o deshizo España o fue deshecha por ella; no por oropeles imperiales ni burdos harapos de asceta; sino por la esperanza que representan estos niños, sus madres y todas las personas trabajadoras: los que levantaron todas las patrias y fueron aplastados por todos los patriotas.

 

 

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