En el Collado del río Peces

 

 

En el Collado del río Peces hay un excursionista descansando a la sombra de un pino. Es el primero que encontramos desde que salimos de Revenga para aproximarnos al macizo de la Mujer Muerta. Ni en la zona de prados que atraviesa la Cañada Real Soriana ni en los bosques de la ladera hemos visto a nadie. Todo lo más, algunos patos y cormoranes en las aguas del pantano de Puente Alta; una manada de jabalíes en el pinar; los milanos planeando sobre nuestras cabezas. Quizá el excesivo calor haya desanimado a los caminantes. No olvidemos, además, que estamos en una situación de emergencia sanitaria por la pandemia de coronavirus. 

El pino en que está recostado el excursionista es uno de esos árboles señeros que llaman la atención desde lejos. Su localización en un claro del bosque, aislado del resto de sus congéneres, que pueblan en abundancia estas montañas; y su porte altivo explican el carácter singular del árbol. No hay duda de que quien decide cobijarse a su sombra lo hace atraído por dichas peculiaridades. Sucede algo parecido con determinadas peñas: las águilas las eligen como atalayas y los habitantes de la Sierra se las figuran como guaridas de criaturas fantásticas. 

El excursionista es un hombre de unos setenta años. Él también acaba de llegar al collado, aunque por distinto camino que nosotros. Esta disparidad de itinerarios suscita una discusión sobre las diferentes rutas para ascender a la Mujer Muerta. Animado por el interés del debate, se pone en pie, pero el vértigo posicional le provoca una momentánea sensación de desconcierto. Le preguntamos de dónde viene la pista forestal que termina en el collado; porque nosotros, mi hermano y yo, nos hemos incorporado a ella tras una penosa subida por lo más empinado del monte. Él tampoco lo tiene claro. Le ha pasado más o menos lo mismo, con la ventaja de que se ha extraviado a mayor altura y se ha librado de las cuestas que tanto nos costaron a nosotros. 

No sabemos cómo se llama. No se lo preguntamos. La conversación da para hablar de picos, rutas y el tiempo, pero poco más. No es cuestión de abordar asuntos personales. Mi hermano y yo nos enteramos, eso sí, de que el excursionista procede de Valladolid. El dato nos sorprende. Aunque estamos en la vertiente norte de la Sierra, la mayoría de los montañeros que recorren estas cumbres son madrileños, como es lógico por la proximidad de la capital y por su numerosa población. 

Le pregunto: 

─Pero la Montaña de Palencia, los riscos cantábricos de Fuentes Carrionas y Fuente el Cobre, ¿no están más cerca de Valladolid? 

El excursionista del pino solitario me demuestra cuán equivocado estoy con datos inapelables: de Valladolid a Palencia por la Autovía de Castilla, tantos kilómetros (no recuerdo la cifra); de Palencia a Guardo, una buena tirada por carretera regional con larguísimas rectas pero velocidad limitada; de Guardo a los Cardaños el trecho es corto, si bien angosta y sinuosa la carretera.

 Mi hermano insiste: 

─Sin embargo, las sierras de Soria... 

El senderista vallisoletano se lleva las manos a la cabeza. A sus setenta años, no cree que viva ya lo suficiente para ver acabada la autovía que supuestamente unirá algún día Soria con la capital castellanoleonesa. En cambio, de Valladolid a Segovia hay una flamante autovía que atraviesa la Tierra de Pinares. Un montañero madrugador puede salir de Valladolid a las siete de la mañana y coronar a mediodía las cimas de Guadarrama. En Valladolid, se lamenta el excursionista del pino solitario, no hay montañas. 

─Tenéis los Montes Torozos ─salgo yo en defensa de Valladolid. 

Él asiente. Hay lugares muy bonitos; pero montañas, lo que se dice montañas, no. 

No es la primera vez que sube al Collado de río Peces. Tampoco, la primera vez que sienta a la sombra del gran pino, por el que siente un cariño especial. El pino es el mojón que marca el final de su recorrido; en efecto, ya no continuará más arriba, temeroso de los peñascos y del sol de julio, que cae a plomo en los canchales de la Mujer Muerta. Su plan es muy sencillo: picar algo de almuerzo, echarse una siesta en el prado y descender al valle por lo sombrío del bosque. Luego conducirá hasta una playa del Duero, donde piensa concluir la jornada con un chapuzón en el río. 

Mi hermano y yo nos despedimos del excursionista cuyo nombre nunca sabremos. ¿Será un viudo al que se le cae la casa encima? ¿Cómo habrá llevado este viejo amigo del Guadarrama, tan aficionado al aire libre, el confinamiento que impuso el Estado de Alarma? Solo nos cabe conjeturar las ganas que tendría de echarse al monte. 

─Buen camino ─le deseamos mi hermano y yo. 

─Adiós ─levanta el brazo... no sin antes añadir un aviso de montañero veterano: el último tramo de la ruta, que crestea por todo el cordal de la Mujer Muerta, es el más duro. 

Lo sabemos, como él sabe que ya no está para esos trotes. Cuando yo no lo esté, quiero un pino solitario como el que hay en el Collado del río Peces. 

 

 

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