Mentiras de la enseñanza no presencial

 


 

  Cuando el coronavirus causó estragos, se vio claramente que la educación no era un servicio esencial. Se cerraron las escuelas y fue como si no pasara nada. Las clases presenciales se sustituyeron por clases no presenciales, que eran lo mismo pero a través de la pantalla de un ordenador. Los entusiastas del progreso estaban eufóricos, y también los operadores de telecomunicaciones. 

 

De todos modos, era una emergencia sanitaria. La mayoría entendimos la gravedad de la situación. La prioridad era evitar los contagios. También se suspenden las clases cuando hay guerra y las ciudades están sometidas a bombardeos de la aviación enemiga. Hay toques de queda entonces, miedo a salir a la calle, comercios que se arruinan por falta de clientes, calamidades de toda clase.

 

Es difícil acertar con la política adecuada cuando un virus anda suelto por el mundo, llevando la muerte a todas sus regiones. Quizá se quería tranquilizar a las familias cuyos hijos perdían el curso y no agravar la alarma; quizá, con buena voluntad, se pretendía simplemente hacer lo posible para que el sistema educativo no parara durante el confinamiento. 


Pero ahora toca deshacer el entuerto. A los que declararon llenos de gozo que la enseñanza telemática había venido para quedarse conviene explicarles que esta ya existía y estaba muy desarrollada antes de que ellos vislumbraran en el horizonte el amanecer de la nueva era pedagógica; lo que pasa es que no habían entrado nunca en el aula virtual de un colegio o instituto  para interesarse por el tema. Y claro que está aquí para quedarse. Nadie en su sano juicio discute que se trata de una herramienta didáctica extraordinaria. Del mismo modo, a nadie en sus cabales se le ocurre que la escuela no presencial pueda sustituir a la escuela presencial, cuya labor socializadora es imprescindible. Ni las videoconferencias ni las clases retransmitidas en streaming equivalen a la convivencia en el aula: a menudo conflictiva, como lo es la sociedad toda, pero conformadora de personas y germen de ciudadanía. 


Cerrar las escuelas es una desgracia no solo porque suponga un grave perjuicio para las madres y padres que deben faltar a sus puestos de trabajo; lo es, sobre todo, por los niños y adolescentes que sufren el aislamiento, amarrados a una pantalla, metidos en una burbuja virtual. Si se me disculpa la exageración, cerrar las escuelas es una desgracia peor aún que cerrar los bares. Seguramente todos estamos de acuerdo en que no es lo mismo quedar en el bar con los amigos
para tomar unas cañas que quedar en la sala de Cisco Webex Meetings para brindar a distancia. Pues ojalá fuéramos igual de condescendientes con los jóvenes y de firmes en la defensa de una educación presencial y segura en tiempos de pandemia.

 

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