Otoño 2020

 


 

En el otoño de 2020 los días eran cada vez más cortos y las noches, más largas; como había sido siempre, solo que en estas circunstancias se agradecía.


A las cinco en punto de la tarde las calles estaban vacías; a las once, la policía montaba controles en los cruces de carreteras.


No obstante, el otoño seguía siendo otoño con todo lo que ello implica: praderas encharcadas, barro en los senderos, el agua precipitándose desde las peñas, los abedules como  exhalaciones de la niebla, la embestida del mar en los acantilados y, en fin, toda la gama de grises que inspira vislumbres de países lejanos a los caminantes.


La tristeza, que en ocasiones adoptaba la forma de llovizna interminable, se hizo invisible y letal. 


Todos los días la muerte se llevaba a doscientas personas, la mayoría de ellas ancianos que habían sobrevivido a los paredones y al hambre, pero no a la dictadura de los banqueros.


La consigna era quedarse en casa. Se multiplicó el consumo de series de televisión. Las ventas de ropa interior superaron por primera vez a las de trajes de etiqueta.


En las escuelas se prohibió la recolección y clasificación de hojas de árboles según la nomenclatura de Linneo. Los adolescentes tenían tanto frío que se tapaban con los mantas de sus abuelas; en las clases de gramática, sus dedos entumecidos eran incapaces de ponerles las tildes a las palabras esdrújulas.


Los poetas, comprendiendo la inutilidad de sus melancolías otoñales, se volvieron existencialistas: a este período literario debemos ingeniosos oxímoron, como el de “nueva normalidad”.


Cuando estaba a punto de terminar el otoño, las autoridades sanitarias declararon la alerta máxima: El invierno –pronosticaron– será todavía peor. 


Sin embargo, un día cayó la primera nevada en las montañas y todos salimos a pisar la nieve, todos salimos a tirarnos bolas de nieve, como si la cosa no fuera para tanto. 



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