Principio de curso en tiempos de pandemia

 


 

El curso 2020-2021 empezó tarde y por los pelos. Unos días antes de la fecha prevista para el inicio de las clases, a las autoridades educativas se les ocurrió que la mejor manera de prevenir los contagios en la escuela era aislando a los alumnos con mamparas que evitaran la libre circulación de aerosoles ponzoñosos. La idea se inspiraba, sin duda, en esos hoteles que en vez de habitaciones ofrecen cápsulas con todo lo necesario para pasar la noche: cama, mesilla, televisión, conexión a internet y, por supuesto, váter químico: todo en el espacio de un armario empotrado. 

Aunque la profesora Nora Castro se sumó a las protestas de los sindicatos, la idea,  en el fondo, no le parecía tan mala. A fin de cuentas, los estudiantes disfrutaban así de plena intimidad y autonomía personal: aprendían a responsabilizarse del cuidado de sus celdas y si estas estaban provistas de cortinas o persianas, podían cerrarlas cuando el aburrimiento de las lecciones les provocara un sueño insuperable. La única queja era que no se contemplase un habitáculo similar para los profesores; un camarote de primera clase, como corresponde a las jerarquías, dotado de sillón con automasaje y climatizador.


El principio de curso se demoró hasta finales de septiembre. Hubo asambleas de profesores indignados, concentraciones y huelgas. Las movilizaciones tuvieron una proyección planetaria: incluso el canal venezolano Telesur, que Nora seguía en Telegram, mostró su inquietud por el desastre de la educación en España. Los medios nacionales, menos marcados ideológicamente, prefirieron mostrar imágenes de escuelas cerradas por contagios ─alrededor del 1 %─  antes que de huelguistas gritando consignas a favor de una enseñanza pública presencial y segura.


En la calle, en los supermercados, en los parques cundía el desaliento. Las madres que no podían enviar a sus hijos a la escuela ni, en consecuencia, acudir ellas a sus puestos de trabajo eran las que peor llevaban el tema. A principios de septiembre, cuando los rumores y las informaciones contradictorias auguraban el colapso del sistema educativo, una de estas madres airadas pilló a la profesora Castro en la terraza de un bar tomándose una jarra de cerveza y un pincho de tortilla. 


─Ah ─exclamó con un tono de retintín y una mueca desdeñosa que ni la mascarilla higiénica era capaz de disimular─, así que no se pueden abrir las escuelas pero sí los bares.
Nora, que se vio acorralada, estimó que su única excusa por estar ahí, tan campante, era echar la culpa del caos en la enseñanza a los políticos; pero no a cualesquiera, sino al malo malísimo, al secuaz de bolivarianos y terroristas, duque rojo de Galapagar y alumno aventajado del líder supremo Kim Jong-un: o sea, el Coletas. Mano de santo: la mención del Malísimo ─el de Galapagar, no el de Corea del Norte─ desvió la ira de la madre contra los social-comunistas que estaban arruinando el país. Nora le dio la razón en todo lo que pontificaba, añadió alguna pulla contra la desaparecida ministra de Educación y ambas se mostraron tan plenamente de acuerdo en cómo arreglar el mundo que la entrometida tomó la iniciativa de sentarse a la misma mesa que ella. Pidió otra cerveza y advirtió:
─Invito yo.


Hablaron un poco del tiempo, que se ha vuelto loco, y de los profesores, que siempre lo han estado. La madre se quejó de que durante el confinamiento los profesores mandaban muchos deberes a los niños, lo que les generaba ansiedad y frustración. Ella misma había tenido que repasar la Geografía para ayudar a sus hijos.
─Pregúntame la capital de cualquier país de Europa─dijo─. Me las sé todas.
─¿Cuál es la capital de Moldavia?
─Chisnáu.
─Correcto.
─Nos ha jodido... y eso que ibas a pillar, como todos los profesores.


Cuando se levantó el confinamiento, la madre entrometida había pensado apuntar a sus hijos a clases de refuerzo de Matemáticas, como hacían otras familias preocupadas por el cierre de las escuelas, pero entonces la empresa donde trabajaba le aplicó un expediente de regulación temporal de empleo y, la verdad, no podía permitírselo. Le angustiaba el futuro de sus hijos.
─La mayor quiere ser médica y el pequeño, conductor de ambulancias.
─Qué niño no quiere ser un héroe de la sanidad pública en estos tiempos de pandemia  ─dijo con un soniquete amargo la profesora no presencial, virtual y contingente mientras le hincaba el diente a la tortilla.


La madre,  en fin, pagó las cañas y se marchó a hacer unos encargos. Nora fue a dar un paseo por el parque. Como aún no había empezado el curso y no sabía si empezaría, si tendría que preparar clases reales o clases telemáticas, actuar ante una cámara o grabar un podcast, se sentó junto a unos viejos que echaban migas de pan a las palomas y se quedó dormida. Soñó que impartía una clase de Literatura en el Instituto y que explicaba la novela picaresca a una bandada de palomas.
 

 

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