Teledocencia

 


 

En 2019, durante el Mobile World Congress celebrado en Barcelona, se realizó la primera operación quirúrgica teleasistida con tecnología 5G. El doctor Antonio de Lazy era jefe del servicio de cirugía gastrointestinal del Hospital Clinic y un renombrado experto en cirugía digital y robotozida. Desde una sala de l’Hospitalet del Llobregat, el doctor dirigió a un equipo de cirujanos que intervenían en el quirófano Optimus del Hospital Clinic de Barcelona a un paciente de neoplasia en el sigma. La operación pudo seguirse en el  AIS Channel (Advances in Surgery), una plataforma de enseñanza médica en línea. 

Un año después, en marzo de 2020, el gobierno español decretaba el estado de alarma por la pandemia de COVID-19. Se cerraron las escuelas pero las clases continuaron por vía telemática. Parecía, en principio, una solución razonable para minimizar el impacto de la emergencia sanitaria en el sistema educativo. Desde luego, impartir una clase telemática de Historia o Literatura no podía ser tan complicado como la operación efectuada por el doctor Antonio de Lazy.  Y era un buen momento para reivindicar la modernización tecnológica de la escuela.

Lo cierto es que la enseñanza a distancia existía mucho antes de que se inventara Internet. Por lo que respecta a mi limitada memoria histórica, al menos desde los cursos por correspondencia que permitían obtener los títulos de educación primaria y secundaria u otros diplomas profesionales a personas que por cualquier motivo no podían asistir a la escuela presencial. Con el desarrollo de la radio y la televisión, la enseñanza a distancia siguió creciendo a la par que perfeccionaba sus métodos. Una de las universidades a distancia más antiguas, el Instituto Federal de Capacitación del Magisterio de México, se fundó en 1945 cuando el país tenía la necesidad urgente de formar a decenas de miles de maestros que ejercían la docencia sin el título requerido. En el Reino Unido, la Open University data de 1969. Nuestra UNED inició su andadura en 1973 y la FernUniversität Hagen de Alemania, un año después.

Digan lo que quieran algunos falsos expertos en educación y tertulianos televisivos, la escuela no ha permanecido ajena a los avances de la era digital. Al contrario, quizá haya pecado por exceso. Los profesores dedicamos  la mayor parte de nuestra formación permanente a asistir a cursos de TIC: hace mucho años era el MS-DOS y luego Windows, Linux,  el diseño de blogs y páginas web, edición de vídeos, gamificación, la plataforma Moodle, videoconferencias y toda clase de aplicaciones didácticas. En realidad, es casi la única formación que hemos recibido a lo largo de nuestra carrera profesional, complementada con cursos de inglés. Más allá de las TIC y el inglés, pilares de la actual sociedad del conocimiento, no existía nada.

 En poco tiempo, las pizarras han sido sustituidas por pantallas digitales interactivas. Las administraciones educativas proporcionan ordenadores portátiles a los alumnos y no se conciben las aulas sin wifi. La gestión está informatizada hasta extremos casi dolorosos: si un adolescente falta a clase, sus padres reciben de inmediato un mensaje en el móvil comunicándoles la falta de asistencia; y falsificar las notas de la evaluación no es una tarea tan sencilla como en los tiempos pretéritos cuando los boletines estaban escritos a mano. Todos los centros de enseñanza disponen, en fin, de aulas virtuales en la que los profesores cuelgan apuntes, tareas, enlaces a materiales audiovisuales, etc. Si sumamos toda esta ingente producción intelectual corporativa, los libros de texto de las grandes editoriales serían perfectamente prescindibles: no solo los de papel, sino también los electrónicos.

Aunque hay reductos de tecnofobia y misoneísmo, como en todas las partes, la gran mayoría de los profesores no dudamos de la utilidad de las herramientas informáticas y las hemos incorporado a nuestro quehacer docente. Somos conscientes de que un cambio cuantitativo tan drástico en el flujo de información supone un cambio cualitativo en la praxis educativa. Y aquí es donde empiezan las divergencias ideológicas, porque de lo que se trata no es una simple modernización tecnológica, aséptica y desideologizada, sino del modelo de educación que queremos, que es tanto como decir, el modelo de sociedad.

Se ha visto claramente con ocasión de la pandemia de COVID-19.  Cerradas universidades, colegios e institutos para controlar los contagios, se dijo que las clases continuaban normalmente de forma no presencial. Nada que objetar, pues, como hemos visto, la escuela tenía bastante avanzados sus deberes en esta materia, a diferencia de los operadores de servicios informáticos. Llama la atención, no obstante, que se aprovechara la crisis sanitaria para lanzar aventuradas y entusiastas propuestas de refundación del sistema basadas en la enseñanza telemática.  Quienes así se manifestaban, auguraban una inminente nueva era pedagógica que trastocará los roles de profesores y alumnos para fomentar, en el caso de estos, su autonomía y competencia digital; y en el de aquellos, su perfil de influencers.  En un panorama desolador de miedo a la enfermedad o al hambre, es normal que se contemplara el teletrabajo como una alternativa sostenible que permite optimizar recursos; evita  desplazamientos innecesarios, descongestionando de tráfico las ciudades; y facilita la conciliación familiar.

Sin embargo, el modelo no funcionó adecuadamente durante el confinamiento de primavera ni en España ni en otras países de Europa. Como no podía ser menos, se achacó el problema a la falta de preparación de los profesores. Se puso asimismo el foco en los problemas de conectividad que afectan a buena parte de la población, no solo en entornos rurales, como insistían machaconamente los de la España vaciada. Se descubrió que muchos adolescentes no disponían de ordenador o tenían que compartirlo con otros miembros de la familia: su oficina virtual era el teléfono móvil. Además, estaban los altos costes de la telefonía en nuestro país: para que el experimento hubiera salido bien, tendría que haber habido, por lo menos, una operadora de telecomunicaciones pública que garantizase el acceso a los servicios públicos telemáticos a toda la ciudadanía. 

Las prisas con que se quería instaurar la nueva normalidad educativa no eran inocentes desde el punto de vista político. El sistema semipresencial puede ser, en efecto, muy provechoso para estudiantes de cursos superiores que dispongan de los medios técnicos adecuados y de entornos familiares facilitadores. Si por añadidura son personas sin necesidades especiales de apoyo educativo, el resultado será equiparable al del teletrabajo entre los adultos: alargamiento de la jornada laboral y aumento de la productividad.

Un inconveniente remarcable es que no todos los estudiantes responden a ese perfil idóneo; otro, que la educación no se circunscribe a la instrucción académica. Fijémonos, respecto a lo primero, que los ambientes hogareños recreados por los publicistas de los confinamientos domiciliarios muestran una visión idealizada de familias unidas y acomodadas a las que el teletrabajo les ofrece la oportunidad de disfrutar a tope de su paz familiar; pasando por alto que no todo el mundo dispone de una vivienda confortable, ni siquiera de una familia propiamente dicha, y sus condiciones para estudiar en casa distan mucho de ser aceptables. Respecto a lo segundo, ninguna videoconferencia puede sustituir, desde el punto de vista educativo, a la convivencia en clase, el diálogo entre personas e incluso el conflicto social. Confinar a los niños y adolescentes en casa para tenerlos amarrados delante de una pantalla equivale a educar a una generación de monstruos. Si no queda más remedio por culpa de la pandemia, se hace; pero que nadie eleve la enseñanza telemática a los altares de la nueva pedagogía; mal usada supone un retroceso a la caverna: a la que describió  Platón, y a la que habitaron los hombres y mujeres de la Edad de Piedra.

 La escuela del futuro estará conectada, sí,  pero  tendrá que ser  también un espacio de desconexión en el que se cultiven facetas del ser humano que no tienen cabida en otros ámbitos reales ni virtuales de la sociedad contemporánea, como son  la lectura de libros, la escritura de textos complejos, la conversación y el pensamiento crítico. Ir a la escuela es también salir de casa y relacionarse. Sería, por tanto, otro tremendo daño colateral de la pandemia que alguien aprovechara este período de confinamientos forzados para forzar la desaparición de la escuela.



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