Las vastas estepas australes

 


 

 Era el primer día de clase de la profesora sustituta. Llegó, puntual, al aula; esperó a que se hiciera un poco de silencio y dijo:
─Hola, yo soy la sustituta. No sé cuánto tiempo estaré con vosotros pero espero que nos llevemos bien y aprendamos mucho.
Eran las palabras para romper el hielo que había pensado durante el trayecto en coche desde su casa ─situada en el interior de la provincia, a una distancia veintiséis kilómetros─ al instituto, que estaba en una población de la costa. Había tenido tiempo de sobra, obviamente, para pensar en otras cosas, detenerse a echar gasolina en una estación de servicio intermedia e incluso tomar un café en un bar del puerto pesquero. Por otra parte, se había planteado la duda de si sería más adecuado decir “aprendáis” o “aprendamos”. Considerando que ella también tenía mucho que aprender, porque era una profesora novata, se decidió por la primera persona de plural, y al cabo quedó muy satisfecha con la fórmula elegida. La cuestión era si los estudiantes se percatarían de su significado profundo.
El Instituto era un edificio de piedra con un enorme tilo en el jardín y otros árboles de gran tamaño que, sin embargo, parecían pequeños a la sombra del gigante: robles, arces, camelios. Las ventanas de las aulas miraban al mar. Se llegaba al centro educativo por una carretera local que discurría en paralelo a los acantilados.
─Tenéis una bonitas vistas desde el Instituto ─continuó su discurso de presentación la sustituta─. Al momento, se dio cuenta de que no había dicho su nombre.
─Me llamo Nora. No es un nombre habitual, ¿verdad?
Nadie respondió. A Nora no le molestó el detalle porque ella, en su época de estudiante, había sido una niña tímida a la que le gustaba pasar desapercibida y odiaba que los profesores pidieran voluntarios para salir a la pizarra.


─La primera lección de esta clase  ─dijo─ trata sobre el mar. Aprovechando que hace buen tiempo y están las ventanas abiertas, vamos a escuchar el mar. A continuación apuntaremos lo que nos diga.
Utilizó de nuevo la primera persona de plural ya que ella misma estaba dispuesta a participar en la actividad didáctica.
Una chica de la segunda fila levantó la mano con el bolígrafo apuntando al techo. Dijo en un tono severo que se correspondía con su gesto prominente:
─Usted es la sustituta. Viene y se va, mientras que nosotros quedamos. Dentro de pocas  semanas se marchará a otra escuela, volverá la profesora titular y nos pondrá un examen de la parte de la asignatura que debíamos haber estudiado durante su ausencia. Por ello, nosotros somos los que salimos perdiendo  si se salta el programa Lo que diga o deje de decir el mar, que yo sepa, no entra en la clase de gramática.
─Tienes razón ─reconoció Nora─, aunque...
Estaba francamente molesta por la frialdad con que aquella alumna sabionda se había expresado, pero le faltaron reflejos para responderla de un modo convincente. En el trayecto de su casa al instituto, cuando se le ocurrió la original idea de que los alumnos transcribieran los mensajes cifrados del mar, no había contemplado posibles objeciones.
Un chico de la última fila, con los pelos tiesos de un potro, pidió la palabra.
Dijo:
─Con la profesora titular estábamos viendo los pronombres. Es un tema que mayormente no interesa a nadie. Memorizamos las categorías gramaticales sin entenderlas. ¿Para qué queremos saber los pronombres demostrativos?
─¡Eso! ─interrumpió chillonamente alguien de la banda derecha.
─Eso, ¿quién nos va a examinar? ─insistió la que había hablado primero─. Muy bonito perder el tiempo con redacciones sobre el mar, las olas, los peces y las sirenas, pero si luego nos preguntan los pronombres, ¿qué pasa entonces?
Nora pidió calma. Empezó a explicar:
─Mi idea, que en absoluto es original, consiste en practicar la gramática mediante el uso...
─¡No podemos hablar del mar! ─explotó un chico menudo, nervioso, que se agitaba como una lagartija en la silla.
Se levantó y señaló a una chica que estaba sentada delante de él. Esta, que miraba al frente, no podía ver el dedo con que la apuntaba su compañero.
─Aquí está Laura ─dijo─. El mar le trae malos recuerdos.
El chico dio tiempo a la sustituta para que se repusiera de su sorpresa o tal vez lo expulsara de clase. Como nada de esto sucedía, continuó:
─Un hermano suyo se ahogó en el mar. El barco en que navegaba se hundió frente a la costa de Irlanda. No hubo supervivientes. Los cuerpos de los ahogados no aparecieron nunca.
La hermana del marinero desaparecido dobló la cabeza y se tapó la cara con las manos. Nora se acercó a ella. Le susurró al oído:
─Lo siento.
Sollozaba. El pelo aplastado de la chica olía a sudor rancio. La caligrafía de su libreta, en cambio, era primorosa: los títulos de cada apartado de los esquemas y resúmenes destacaban en letra verde.
Nora permaneció un rato ─demasiado largo para una clase de instituto─ en silencio, sin una idea coherente de cómo ocupar los cuarenta y cinco minutos que quedaban hasta que sonara el timbre que indicaba el final de la clase. No había previsto un plan alternativo. La acorralaban miradas malignas y burlonas.


¿Por qué se le había ocurrido la tontería del mar? ¿No era mejor que se presentara cada uno diciendo su nombre y sus aficiones? Ella era una simple sustituta a quien, como le había recordado la estudiante de la segunda fila, solo le correspondía suplir durante un breve período a la profesora titular, apartándose lo menos posible de sus métodos.
En el estado de perplejidad en que se hallaba, se detuvo ante un mapamundi que había  colgado en la pared, al lado de una estantería donde se apilaban desordenadamente diccionarios de varias lenguas, la mayoría desencuadernados, libros de texto, carpetas y archivadores. Observando el mapa de cerca, vio que en la parte inferior del mural, aprovechando la superficie blanca del continente antártico, alguien había escrito: “Putos pronombres”.
Nora oyó a uno de los alumnos que decía:
─Yo tengo alergia a las medusas.
Desde el Polo Sur a las primeras huellas de civilización, nada más que glaciares, océanos ─temibles por sus tempestades─ y archipiélagos remotos registraba la geografía.
 Después, hasta llegar a cualquier ciudad resplandeciente, los viajeros debían atravesar las vastas estepas australes.


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