Madre Europa

 


 

 Hay momentos en que uno se queda como pasmado y ve pasar por su conciencia lugares en los que estuvo alguna vez. En esta especie de “alef” o punto del camino donde convergen todos los caminos, a mí se me aparecen muchos sitios de Europa.


Pongo un ejemplo: un pueblo de Voivodina del que no sé nada, ni siquiera el nombre, que vi desde la ventana de un autobús cuando viajaba de Belgrado a Subotica. Pongo otro ejemplo: una isla escarpada del mar de Noruega donde estuve con la mujer que quiero. Y, como no hay dos sin tres, ahí va el tercer ejemplo: unas montañas de Auvernia, que en realidad son antiguos volcanes, donde acampé con mi mujer y mis hijos.


Europa es mi país. No lo digo hinchado de orgullo, porque probablemente no exista patria más vergonzosa que la nuestra. Somos el viejo mundo que inventó todas las modalidades de exterminio y las llevó con su civilización a las colonias.


Cuando digo Europa no me refiero al engendro capitalista llamado Unión Europea. Aquí entran los rusos que viven a orillas del Mar Blanco o los islandeses de Reikiavik. Soy europeo de andar por los pueblos mudéjares de mi tierra. Europeo de tomar café turco con mis amigos eslavos en el bazar de Skopje. Europeo de leer a Maiakovski. Europeo de estar con los obreros de Alcoa y los refugiados de Lesbos.


Conste, sin embargo, que estas y otras declaraciones de amor similares no son obstáculo para que el día menos pensado los europeos volvamos a las andadas. Cuando nos odiamos lo hacemos a lo grande, como las catedrales góticas. Hasta que el balance de muertos no alcanza los diez millones, rechazamos firmar un armisticio.


Pese a todo, quiero a este país del que me avergüenzo, con el que me cabreo, que me indigna. A veces quisiera estar tomando un vino en una terraza del Trastévere; otras, observando el sol de medianoche en la tundra de Finlandia.


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