El profesor es un fingidor

 


 

  En la mitad de su carrera profesional, al profesor de Historia Samuel R le entró la curiosidad de averiguar hasta qué punto era respetado y querido por sus alumnos. Con tal fin, puso en práctica la siguiente estratagema: simuló que le daba un ataque al corazón en plena clase. Para que la actuación fuera creíble, buscó en la red páginas médicas donde se detallaban las señales de un infarto. Después practicó los síntomas ante el espejo, respirando como si se ahogara, llevándose angustiado ambas manos al pecho doliente y cayendo derrumbado al suelo.


El grupo elegido para efectuar la prueba era un cuarto de secundaria, es decir,  adolescentes de 16 o 17 años. En cuanto a la hora, la última de la mañana. El plan completo consistía en fingir el infarto, tomar nota de las reacciones de los alumnos y, en cuanto uno de ellos se dispusiera a practicarle la reanimación cardiopulmonar ─porque Samuel R confiaba en que alguien lo intentaría─, recuperar poco a poco el sentido. A continuación, suena el timbre que anuncia el final de las clases; sale del Instituto; se dirige al restaurante donde come todos los días y allí, sentado relajadamente ante un buen plato de cocido,  evalúa el simulacro.


El día y hora elegidos Samuel R entró en el aula como todos los días; lo que significa, como si fuera el hombre invisible. Nadie se percató de su llegada. Nadie respondió a sus buenos días. Hizo lo que hacía habitualmente: introdujo las faltas de asistencia en la aplicación informática, conectó la pantalla digital y pidió silencio. El trámite rutinario era esperar varios minutos hasta que los estudiantes se sentaran en sus sitios y escucharan, así que aprovechó el momento de confusión para ejecutar la tantas veces ensayada pantomima. Ah, que se ahoga. Ah, que intenta desabrocharse la camisa. Ah, un fuerte dolor de pecho lo dobla. Se apoyó en la mesa del profesor, cayó de rodillas y, cuando ya tenía la certeza de que no se desnucaría, se tiró al duro suelo con tanto cuidado y remilgos que si los alumnos hubieran estado atentos, no habrían dado crédito a lo que veían. Pero no lo estaban y durante cinco minutos Samuel R pasó su agonía en la más absoluta soledad. 


El primero en descubrir el cuerpo del delito fue Lucas V, un chico de cara pecosa y andares desmadejados, que se acercó a él, lo tocó con un dedo y le preguntó, receloso, si se encontraba bien. Al no obtener respuesta, lanzó un alarido que consiguió, por fin, acallar a la clase. Rodearon, atónitos, el cuerpo del profesor. Alba T, la delegada del grupo, tomó la iniciativa.
─Apartaos. Hay que dejarle respirar. Abrid las ventanas.
─¿Y si no respira? ─dijo un compañero.
─Entonces es que la ha espichao.
Sonia V dijo:
─¿Está muerto?
La palabra “muerto” se le atragantó. Gimoteó: una sucesión de espasmos y llantos reprimidos. Una amiga se abrazó a ella. Ambas se asomaron a la ventana. Vieron un mirlo en el tejado pero pensaron que era un cuervo. Lanzaron un grito que hizo volver la cabeza a todos.


Hubo una breve discusión entre los pocos que mantenían la calma. ¿Qué era lo primero? ¿Avisar a la jefa de estudios para que llamase a emergencias o aplicar el masaje cardiaco? A nadie se le ocurrió que podían hacer las dos cosas simultáneamente. Todos los miembros de la comunidad escolar habían asistido a un cursillo impartido por enfermeras y técnicas sanitarias donde habían aprendido la RCP e incluso la habían practicado con un maniquí; pero, ¿quién se acordaba de todos los pasos que había que seguir? ¿Quién, en una emergencia real, era capaz de conservar la cabeza en su sitio?


Marta D, una chica de sobresaliente que aspiraba a estudiar medicina, asumió el puesto de mando. Desabotonó, sin que le temblara el pulso, la camisa del profesor. Este, a diferencia del maniquí, tenía el pecho cubierto de una mata selvática de vello. Aprensiva, colocó las manos en el centro y en la parte inferior del esternón.
─Son treinta compresiones y dos ventilaciones, si mal no recuerdo.
─¿Vas a hacerle la respiración boca a boca? Qué asco, ¿no?
La futura médica estaba dispuesta a todo para salvar la primera vida de su carrera profesional. Dijo:
─¿Crees que a mí me apetece morrearme con este capullo?
─A lo mejor habría que esperar a que viniera la ambulancia.
─¿La ha llamado alguien?
De la ventana llegó una nueva letanía de plañidos y el ruido de la lluvia en el patio. Sonia V no había visto nunca un muerto. De nada servía que sus amigas le dijeran: “Tranquila, el profesor no está muerto”.
─Era un cabrón ─dijo una voz de chico─ pero a mí me da pena que se muera así, de repente.
Alguien recordó las lecciones de Samuel R sobre la Segunda República, cómo se entusiasmaba con Azaña y se le saltaban las lágrimas al repetir sus palabras de Paz, piedad y perdón.
─No era mal profesor. Aunque para aprobar con él había que ser de izquierdas o chica.
Lorena F, una de las chicas que presenciaban el espectáculo en un silencio respetuoso, destacó que ella había sacado un cero en Historia.
─Porque pusiste que Perón era un emperador romano que mató a todos los niños. El de los niños era Herodes, so burra.


Marta D no había empezado aún el masaje. Surgieron nuevas dudas, que se discutieron en asamblea: unos decían que el muerto, o sea, el herido, tenía que estar con piernas y brazos estirados; otros, con las piernas encogidas y los brazos en cruz; se discutió asimismo la posición de la cabeza y el ritmo del masaje, que todos asociaban con el de una antigua canción de verano, como les habían enseñado en el cursillo.
La delegada dijo:
─¿Y si aprietas demasiado y le rompes una costilla?
La futura médica buscaba la posición exacta para situar las manos, pero la espesa pelambrera del pecho la desorientaba. Estaban perdiendo unos minutos preciosos. En el último instante, la interrumpió un grito.
─¡Está vivo! ¡Se ha movido!
Llegó al bedel al aula. El corro de curiosos se abrió. El bedel preguntó qué pasaba.
Era un campeón regional de culturismo. Se agachó a examinar al paciente. Con uno solo de sus brazos musculosos era capaz de levantarlo en vilo. Dijo:
─No es nada.
Preguntó si alguien tenía una botella de agua.
─Se le echa un poco de agua en la cabeza para que se despeje y ya está.
Mientras esperaba el agua, agarró el cuerpo del profesor de Historia por los hombros y lo zarandeó. Después le propinó una serie de bofetadas. Parecía que reaccionaba. El bedel se dirigió a toda la clase. Dijo:
─Vais a matarlo a disgustos.


A las plañideras, asomadas a la ventana, las estremeció una racha de viento frío, cargado de lluvia. Cerraron las ventanas para que no entrara el agua. El pájaro negro se había ido.


 

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