La invasión de los ratones coloraos

 


 

La profesora Lorena M llegó con diez minutos de retraso al instituto donde impartía clases de Historia. La falta de puntualidad, inédita en ella, se debía a un accidente que había tenido lugar en la zona industrial de Las Brañas. La niebla que muchos días cubre esa zona de antiguos pantanos, y quizás las prisas y las distracciones propias de un principio de jornada laboral, habían provocado una colisión en cadena en la que estuvieron implicados al menos una decena de vehículos. Para los que se libraron del golpe, la Guardia Civil había desviado el tráfico por carreteras locales por las que se circulaba en caravana y con desesperante lentitud.


Sin pasar por la sala de profesores, Lorena M se dirigió al aula de 3º E, situada en una de las torres del edificio. Iba apurada y muy cargada, y hasta aquellas alturas no llegaba el ascensor. Además de la mochila, acarreaba una bolsa de la compra en la que había metido una serie de tablillas de plastilina y punzones para que los estudiantes practicaran la escritura cuneiforme. Era una de los recursos que había preparado en torno a la civilización sumeria pensando en la primera hora del lunes, hora en que se imponían las actividades que favorecieran la motivación. Todos los profesores estaban ya en sus aulas. Los alumnos, sentados y calmados. El ruido que se oía desde la planta baja solo podía proceder, por tanto, de 3º E. Esta manera de ponerla en evidencia, la tensión provocada por el azaroso viaje en coche de casa al instituto y el ascenso a la torre cargada como una mula predispusieron el ánimo de Lorena M al castigo y la venganza, de modo que subía las escaleras sin resuello, decidida a que rodaran las cabezas de los alborotadores.


El panorama que se encontró no era para menos. Elena F, una alumna de sobresaliente en todas las asignaturas, la timidez personificada, se le apareció, al asomarse al umbral, subida en la mesa, emitiendo unos chillidos de cachorro desvalido, acompañada por una turba de revoltosos que  amenazaban con las sillas a una fuerza hostil o bien las amontonaban en forma de barricada como si previeran una inminente invasión enemiga. Otros grupos se arrastraban por el suelo: estos debían de ser los comandos de primera línea. Mateo N y sus compinches habían saqueado el material de Dibujo y armados con reglas, escuadras y cartabones campeaban victoriosos por el aula. Nadie se percató de la presencia de la profesora de Historia; algo, por lo demás, habitual en los primeros minutos de cada clase.


Daniela G y Manuel A, cuando la vieron plantada en el umbral de la puerta, corrieron a informarla de los hechos: habían descubierto la presencia de un ratón que, tras una desordenada y, en consecuencia, ineficaz persecución, logró escabullirse bajo el armario metálico en el que se guardaba material escolar. Se procedió a mover el armario de sitio y se localizó el agujero por donde el roedor se había dado a la fuga. En un intento de calmar los ánimos, la profesora exigió a Elena F que desalojara la mesa e hiciera el favor de no gritar como una plañidera. Esta, sin dejar de berrear, respondió que prefería que la mandaran a la jefa de estudios, la suspendieran o llamaran a sus padres antes que vérselas con la bestia. Era un chica alta, flaca y con gafas de miope. Refugiada en lo alto del pupitre, parecía la superviviente de una inundación desastrosa que esperara la llegada del helicóptero de rescate encaramada en el tejado de su casa, rodeada de agua por todas las partes.


─Les tengo pánico ─chilló─. Es superior a mis fuerzas. Los odio. Además, este no era un ratón cualquiera.
Manuel A, el mejor de la clase en Biología, corroboró el dato:
─Es verdad, profesora. Era de color rojizo o anaranjado. Más rápido y robusto que un ratón normal.
Lorena M depositó la bolsa de las tablillas sumerias en la mesa. Luego se quitó la mochila.
─Vale ya ─levantó la voz hasta que le dolieron las cuerdas vocales─. Estoy enfadándome mucho. ¿Queréis hacer caso?
A la vez que reclamaba silencio, adoptaba una ostentosa postura de mando, como si quisiera dejar claro que ella no tenía miedo de un minúsculo roedor y que asumía la jefatura de la crisis.
Manuel A aportó más detalles sobre el intruso:
─No se trata, en efecto, de un ratón de los de toda la vida. Yo creo que estamos ante una subespecie africana desplazada a latitudes más septentrionales como consecuencia del cambio climático.
─Manuel, tú sí que sabes ─lo felicitó su compañera Magda D.
─Es el mismo fenómeno que observamos en las cucarachas...
─Ni se te ocurra nombrar a esos bichos asquerosos. Prefiero los ratones.
─Los ratones no son asquerosos ─intervino Daniela G─. Las asquerosas son las ratas.
Continuó el especialista en ratones africanos:
─No hay más que fijarse en la pigmentación de la piel. Tiene el color del desierto, que es como un uniforme de camuflaje.
─Entonces ─preguntó Antonio R, un chico por lo general atolondrado que se sentaba en el fondo del aula─, si nos invaden los ratones del desierto, ¿también nos invadirán los escorpiones, los chacales y las cobras?
Elena F zapateó en la mesa, sollozó, braceó desesperada:
─¡No! ¡No! ¡No quiero!
─Tranquila ─la profesora acudió a su lado y le dio una mano protectora.
─Como todas las especies que proceden de ambientes adversos ─dijo el especialista en ratones africanos sin prestar atención a la conmovedora escena─, los ratones coloraos son más resistentes, más fuertes y más frugales.
Magda D. levantó la mano.
─¿Qué significa “frugales”?
─Significa que los ratones coloraos acabarán dominando a los ratones autóctonos.


La profesora de Historia dio por terminado el debate ratonil. “Era solo un ratón”, dijo. Y añadió que apenas faltaba una semana para el examen y aún no habían estudiado la civilización sumeria. ¿Sabían ellos que se atribuye a los sumerios la invención de la escritura? Pues para aprender estas y otras cosas ─qué son los zigurats, por ejemplo─ se requería un mínimo de silencio. Elena F podía seguir la explicación de pie, subida en la mesa, siempre que no molestara con sus chillidos. Como una moderna estilita. Los estilitas, por si no lo sabían, eran unos santones que vivían sobre una columna. Sí, parece imposible, pero existieron realmente. En cuanto a los demás, tenían que olvidarse de los ratones y concentrarse en los sumerios. “Como decíamos ayer ─Lorena M sintió que por fin dominaba la situación─, Sumeria ocupaba las llanuras aluviales del sur de Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates...” Aunque no se había extinguido por completo el miedo a una súbita reaparición del ratón colorao que acechaba en las tenebrosas oquedades del edificio, la profesora pudo explayarse. Sintetizó en un esquema el período comprendido entre Uruk y el Imperio Acadio. Cuando se disponía a abordar la Dinastía de Ur, la interrumpió el conserje del instituto. Era un hombre mayor, pausado, a punto de jubilarse, que se arrastraba cansinamente por los pasillos. Pidió disculpas por la intromisión.
Preguntó:
─¿Esta es el aula del ratón?
─Del ratón colorao ─contestaron varios gamberros entre risas.
La profesora advirtió.
─Que hable solo uno. Si habláis todos a la vez, no hay manera de entenderse. Manuel, ¿quieres ser el portavoz de la clase?
El especialista aceptó. Carraspeó y, encarándose con el conserje, formuló nuevamente su hipótesis de una subespecie africana emigrada como consecuencia del calentamiento del clima. El conserje lo escuchaba sin pestañear, apoyado el cuerpo en una jamba de la puerta. Tenía entre manos una caja de cartón con trozos de cristal, pertenecientes con toda seguridad a una botella de cerveza. Dejó que el especialista terminara su exposición y se dirigió a la profesora. Dijo:
─He traído unos cristales rotos. Son para tapar el agujero.
Lorena M le indicó la grieta por donde había huido el roedor.
─Aquí no le podemos poner veneno. Esto es un centro escolar. Cualquiera podría envenenarse. Pero si le ponemos cristales, no saldrá. Los ratones son listos. Si lo intentara, las puntas de los cristales ─levantó un trozo afilado como una cuchilla─ le causarían desgarros en todo el cuerpo, quizá amputaciones. Se desangraría. Una lenta agonía hasta acabar en la muerte.
Había apartado el armario, que tenía ruedas, y se había puesto de rodillas en el suelo para trabajar con mayor comodidad.
─¡No lo haga, por favor!
La súplica de Elena F se deshizo en un sollozo. Había bajado de la mesa. Estaba pálida.
Dijo:
─Me mareo.
La profesa de Historia le ofreció su asiento, una silla de oficina más cómoda que las de los alumnos, y la colocó al lado de la ventana abierta. Le dijo al conserje en un susurro:
─Esto lo puede hacer en el recreo.
El conserje dijo: “Tal vez”. Recogió los cristales con cuidado de no cortarse. Cuando hubo quitado todos los vidrios de la ratonera, volvió a decir “Tal vez” y se fue sin despedirse.


Ya no quedaba tiempo para desarrollar el tema de los pictogramas sumerios. Pronto sonaría la alarma que indicaba el cambio de clase. Además, el silencio que de pronto se había impuesto en 3º E contrastaba con el ruido que se había declarado en las aulas de la planta inferior. Era la anunciada y temida invasión de los ratones coloraos, que correteaban ya por todos los rincones del edificio. Los profesores pedían calma. Decían que eran solo ratones. Se empeñaban en terminar sus lecciones, que ya no le importaban a nadie.

 

 

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