Antiguos profesores

 


 

El profesor de Matemáticas Damián N murió a los ochenta y siete años de edad. Su antiguo alumno, Pedro V, se enteró de la noticia una mañana de agosto en la que había planeado irse de excursión a la playa con una compañera de trabajo. Damián N había sido su profesor en bachillerato. Se puede decir que gracias a él había visto la luz y empezado a entender fórmulas, teoremas y figuras geométricas de una oscuridad hasta entonces impenetrable. Si al acabar la secundaria lo admitieron en la escuela técnica superior de ingenieros agrónomos, parte del mérito le correspondía al profesor Damián N, en cuyas aulas los números se humanizaban y traslucían sus fascinantes misterios.
—Era un buen profesor —recordó el antiguo alumno— pero, la verdad, es un fastidio que se haya muerto un día de agosto cuando todo el mundo va a la playa.


Había pensado pasar la tarde en la costa con una amiga danesa que se había incorporado recientemente al Laboratorio de Agronomía en el que él trabajaba. De pronto, por culpa de la triste noticia, todo se iba al garete: bañarse, tomar el sol, cenar en una terraza, bailar... A cambio, tendría que ir al entierro, dar el pésame a sus familiares (a quienes no conocía) y malgastar un tiempo precioso en un acto fúnebre en el cual eran preceptivas las caras de circunstancias y la más estricta compostura. Aunque apretara el calor, debería vestirse de un modo adecuado: nada de pantalones cortos y sandalias.
Temía, por otra parte, la reacción de la danesa. Si no iba con él a la playa, quizá se buscara otra compañía. Su relación estaba en ciernes, no había hecho más que empezar. Pedro V se había ofrecido a ayudarla con el idioma y de ahí que se hubieran citado un par de veces para tomar el café y conversar. El fin de semana anterior, habían asistido juntos a una obra de teatro de Valle Inclán. La danesa no entendió nada pero le encantó la puesta en escena. Al despedirse, ella le dio un beso en los labios. Pedro V se quedó alelado: no sabía si era una despedida informal, propia de las costumbres nórdicas, una promesa de amor o quién sabe qué.
Le horripilaba la perspectiva de encontrarse en el entierro con sus camaradas del instituto. En especial, con los que tanto se habían burlado de él. “Porcino”, así lo llamaban porque era un gordo inútil para el fútbol y ridículo para las chicas. Sobre todo temía encontrarse con estas, convertidas en flamantes mujeres de treinta años. Su obesidad había mejorado pero seguro que todas seguirían viéndolo “igual que siempre”, y así se lo recalcarían una y otra vez.
La esquela informaba de que el entierro tendría lugar en el pueblo natal del profesor, situado en una comarca montañosa, a una distancia de cuarenta y siete kilómetros. Esto hacía noventa y cuatro kilómetros de ida y vuelta, con el consiguiente gasto de gasolina. Todo ello por carreteras locales llenas de curvas, mal señalizadas. Se imponía considerar seriamente el riesgo de extraviarse. Además, en aquella aldea perdida ¿habría algún bar donde tomar un refresco?
En su desesperación, se le ocurrió invitar a la danesa para que lo acompañara al entierro.
—¡Qué absurdo! —desechó de inmediato la idea—: “Fiona, ¿te apetece asistir a un rito fúnebre tradicional en una pintoresca aldea de las sierras salvajes? Como inmersión cultural te garantizo que será una experiencia memorable”.
Por otra parte, pensaba Pedro V:
—¿Qué le importa al viejo profesor si voy o no voy a su despedida? La finalidad de estos actos sociales consiste en acompañar a la familia en el luto; sin embargo, yo no conozco a la familia ni ellos me conocen a mí. Lo esencial es que él pervivirá siempre en mis recuerdos.  


Por último, decidió ir a la playa con Fiona. Quedaron por teléfono y fue a buscarla a su casa en el coche. Mientras conducía por la carretera de la costa, Pedro V le habló a Fiona de su profesor de Matemáticas.
—Si soy ingeniero —dijo— es gracias a él. Él me descubrió las Matemáticas.
Fiona dijo que su mejor profesor de Matemáticas había sido su primer amante.
—Ah, cuéntame eso.
—Es difícil si no se habla bien el idioma.
—Excusas.
Cuando tenía diecisiete años, el departamento de Matemáticas organizó un taller de Astronomía, que impartió un universitario medio loco y aventurero. Según él, estaba medio loco porque había pasado medio año en los hielos de Groenlandia estudiando las auroras boreales; si hubiera permanecido el año entero, estaría loco del todo. Relató su vida en el Ártico e impartió unas nociones fundamentales de Cosmología a los estudiantes.
Fiona dijo:
—Todas las chicas  nos enamoramos de él y estábamos dispuestas a seguirle a Groenlandia.
Pero en vez de ir a Groenlandia, Fiona y el astrónomo alquilaron un apartamento en Ibiza, y gozaron de un verano de sol y desenfreno.
Un rato después, caminando hacia una cala oculta entre los acantilados, Pedro V se veía a sí mismo a los diecisiete años: gordo, al borde del fracaso escolar, incapaz de gustar a una chica. En cuanto a su profesor favorito de Matemáticas, quizá había exagerado. En comparación con el astrónomo de Fiona, se trataba indudablemente de un hombre gris cuyo único mérito consistía en ser paciente con los alumnos torpes como él. Quizá fuera un buen pedagogo, pero no alguien que deja una huella profunda, que marca la vida; que asociamos con una juventud de aprendizaje, ilusión y alegría.
Estas cavilaciones lo convencieron, en fin, de que la memoria le había jugado una mala pasada. Había estado a punto de perder un día de playa por un motivo insignificante: asistir al entierro de un antiguo y casi olvidado profesor que le había hecho trabajar duro para aprobar las Matemáticas.

 

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