Divinas

    


El grupo formado por diecisiete alumnos de secundaria y dos profesores de Arte había ido a visitar la casa del pintor Jonás D. El famoso pintor, precursor del expresionismo, vivió en la segunda mitad del siglo XIX y es celebrado universalmente por sus paisajes y sus representaciones del cuerpo femenino. La casa en la que pasó los últimos años de su vida está en las afueras de U, su pueblo natal. Es una casona ilustre, que en tiempos remotos perteneció a un gobernador del Virreinato de Nueva Granada. Está a la orilla de un río. La rodea un bosque de álamos. En el jardín que hay a la entrada, el guía de la casa-museo dio algunas explicaciones sobre la vida y obra del pintor.

La visita discurría por todos los rincones de la casa-museo. El guía iba delante del tropel de alumnos, a los que apabullaba con datos y anécdotas que por lo general caían en saco roto; los profesores detrás, azuzando a los rezagados. En todas las habitaciones había algo que evocaba la genialidad de Jonás D. Por su puesto, el estudio era el alma de aquel microcosmos doméstico. El estudio se hallaba en el desván y había que acceder a él, en fila, por una empinada escalera. Era espacioso y bien iluminado, con el suelo de tarima. Tenía un balcón que daba sobre el río y abarcaba un paisaje de campos de ensueño. Vista la luz del cielo, escuchado el curso del agua y sentido el rumor de las hojas se entendían a la perfección las claves de la obra de Jonás D sin necesidad de aparato crítico.

El grupo se detuvo a continuación en el dormitorio del pintor, que se conservaba tal como lo había dejado el día que murió en su cama. En la mesilla había un ejemplar de La vida es sueño, su libro favorito, que al parecer, se sabía de memoria. En las estanterías se leían algunos títulos en portugués, francés, italiano y alemán, las lenguas que dominaba. Al lado de la chimenea, unos leños apilados daban la impresión de que, en cuanto cayera la noche, una criada prendería la lumbre y el fuego convocaría a los fantasmas. Sobre la mesa de madera de nogal había un globo terráqueo en el que aparecían dibujadas serpientes marinas, elefantes y volcanes. El hermoso instrumento geográfico sirvió al guía para recordar que Jonás D había viajado mucho y de ahí su arte cosmopolita. Al principio, a lo largo y ancho de Europa, desde que fue condenado al exilio por sus ideas liberales. De aquella época proceden sus paisajes de bosques de abetos, cabañas de madera en las colinas y cielos borrascosos. En Alemania y Austria se había empapado del arte nuevo que surgía sobre las ruinas del orden burgués. De vuelta a la patria, sufrió la miseria y la cárcel. Para huir de la opresión, se embarcó rumbo a las Américas. Vivió entre indios salvajes en la selva del Orinoco. Allí mantuvo una relación amorosa con una mujer de nación piaroa. Su afición al desnudo, según los expertos en Historia del Arte, procede de esta vivencia del Edén y el descubrimiento de los pueblos ancestrales. En la selva no pudo pintar nada porque carecía de medios; pero de nuevo en España, pintó una serie de cuadros consagrados a su Diosa primigenia, que había muerto de unas fiebres en Caracas, incapaz de sobrevivir al contacto con la civilización. La tercera y última etapa pictórica de Jonás D explicó el guía de la casa-museo a los pocos estudiantes que aún le prestaban atención, supone un retorno a las raíces, a la tierra materna. El pintor adquiere la casona de U. Su nuevo amor es una niña de quince años, hija de un notario que denuncia al artista por corruptor de menores. No obstante, Jonás D expone su obra en Madrid, se hace famoso, gana dinero a espuertas. A ojos del ceñudo notario, el libertino se transforma en genio: ya no parece mala inversión entregarle la criatura. El genio se dedica a pasear por las sierras y los pueblos del país. Pinta a un médico rural montado a caballo que llega a un pueblo remoto donde lo reciben, a la puerta de una casa humilde, un hombre y una mujer llorosos (quizá el médico ha llegado demasiado tarde). Pinta a una mujer que cruza un puente y se detiene a contemplar, con cara de espanto, un lagarto posado en el pretil. Pinta a una partida de cazadores que rodean a un ciervo muerto, del cual sale un reguero de sangre que cruza el corro de hombres y discurre por un prado en el que florecen los lirios. Pinta el entierro de un niño: se ha desatado una ventisca y el cortejo fúnebre se hunde en la nieve hasta las rodillas. Sin embargo, su obsesión, su tema fundamental, sigue siendo el cuerpo femenino. Pinta mujeres desnudas: son siempre morenas, de pelo exuberante, expresión afligida y pezones rosados. Posan en sitios imprevisibles: en el tejado de una casa, con el gallo de la veleta; en una barca que cruza el río, a cuyos remos va un viejo desdentado; en un cadalso, al lado de un reo que va a morir en la horca.

Cuando el grupo estaba en la biblioteca y el guía disertaba sobre las lecturas favoritas de Jonás D, una chica se apartó de sus compañeros y fue a sentarse en una silla que había arrimada a la pared, vigilada por una armadura medieval. El guía, que a pesar de sus fastidiosas divagaciones no perdía detalle de los movimientos del grupo, interrumpió en el acto la cháchara para advertir a la infractora que la silla en la que se había sentado era un mueble original del siglo XIX, honrado por las posaderas más notables de la época, que frecuentaban las tertulias del pintor. Pese a la contundencia de sus argumentos, la chica no se movió del ilustre asiento. Dijo: “No puedo más”. Y gimió y dobló el cuerpo lastimosamente a la vez que se llevaba las manos a la barriga. La profesora se acercó a ella e intercambiaron confidencias. La chica se incorporó con muestras evidentes de malestar. El guía pudo entonces retomar la explicación donde la había dejado, que era la exaltación del ideal femenino en la pintura de Jonás D. La profesora fue junto al profesor y le dijo al oído: “Le ha venido la regla”. El profesor asintió. La profesora añadió: “Pobre. Lo está pasando muy mal”. El profesor esperó a que el guía concluyera su disección espiritual de la mujer-musa para comunicarle en un aparte la incidencia. El guía asintió. El grupo escolar salió al jardín. El guía le indicó a la convaleciente un banco de madera que había a la sombra de un castaño. La chica se tumbó en el banco con la cabeza apoyada en las piernas de la profesora, que se quedó a acompañarla mientras el resto del grupo se agolpaba en la tienda-cafetería, donde además de tomar un refresco se podían comprar láminas con reproducciones de los cuadros de Jonás D, calendarios, camisetas, cajas de lapiceros y acuarelas, agendas, cuadernos y todo tipo de mercancías relacionadas con el pintor. Antes de despedirse, el guía, a quien la inesperada interrupción había impedido impartir la charla completa, quiso terminarla con un último apunte. El castaño, ¿les recordaba algo el castaño a cuya sombra descansaban la alumna y la profesora? Sí, era el árbol que aparece en uno de los cuadros más cotizados del pintor. El cuadro representa a una espléndida mujer que yace desnuda sobre un lecho de castañas. Por encima de ella se ciernen, como la nervadura de una bóveda, las ramas retorcidas y las hojas marchitas por el otoño. Tal vez sea una divinidad de los bosques. Los erizos de las castañas no lastiman su piel. Los guijarros o la humedad del prado no la incomodan. Encima de cada pecho tiene una castaña: han caído de la copa del árbol y apuntan al cielo.

 

 

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