Tres deseos

 


 

 Un maestro rural iba de paseo por el monte. En medio de un prado se encontró una botella tirada en el suelo. Pensó: “Solo faltaba que hubiera un genio en su interior”. La cosa le hizo gracia pero no se detuvo y, con una sonrisa de oreja a oreja, siguió andando hacia un bosque de pinos que había allí cerca. Apenas se hubo alejado un trecho, lo pensó mejor, se dio la vuelta y volvió en busca de la botella. Ajá, había acertado. En el interior del recipiente, flotando en un líquido verdoso, había algo. “Algo” no quiere decir, por supuesto, un genio. En cierto modo, era algo más extraño aún que un genio: un bicho con cola de renacuajo, cuerpo de topo, cabeza de gorrión, patas de saltamontes y pinzas de cangrejo. El animal aleteaba como una criatura acuática y pegaba el pico al vidrio de la botella como si quisiera transmitir un mensaje al exterior: “Sí, aunque no lo parezca, soy un genio”. El maestro lo observó detenidamente, se aseguró de que la botella estaba bien cerrada y la cogió con la intención de llevársela a casa y averiguar qué clase de bicho era aquel. Se lo preguntaría a una colega, profesora de Biología, que había participado en una expedición al Congo para estudiar los gorilas de montaña.


En el pinar tenía que bordear una granja donde lo asaltaba siempre una jauría de perros guardianes. Por eso llevaba un palo, para protegerse de sus mordiscos. Se le ocurrió entonces que no estaría mal pedirle al genio un primer deseo. Y así hizo, levantó la botella a la altura de la cara y dijo: “Genio, te pido que no me ataquen los perros”. Con el palo listo para defenderse por si fallaba el conjuro, siguió adelante y, en efecto, no estaban los perros. El granjero lo saludó con inusual amabilidad:
—Buen día para pasear, maestro.
—Fresco y soleado, no se puede pedir más.
Pero tanta simpatía degeneró en miradas recelosas cuando el granjero se dio cuenta de que el maestro llevaba una botella en la mano.
—Este hombre —pensó el maestro rural— creerá que vengo de emborracharme en el monte y se lo irá contando a todo el mundo por ahí.
Para colmo, debía cruzar un arroyo por una pasarela de tablas muy estrecha y medio rota. El maestro se puso nervioso porque si tropezaba y se caía, el granjero, que sin duda lo estaría observando, tendría motivos de sobra para sospechar de su afición a la bebida. En consecuencia, le pidió al genio de la botella el segundo deseo: “Genio, haz que no me caiga como un tonto al agua”. Siguió andando y cruzó el arroyo sin ningún percance. El maestro volvió la vista atrás y comprobó que el granjero espiaba sus movimientos con indisimulada curiosidad. Le hubiera gustado decirle: “Ya ves que no voy dando tumbos como un borracho”.


Llegó, por la ladera abajo, a la carretera del valle. Aún le quedaba un kilómetro hasta el pueblo pero avanzaba muy despacio, dándole vueltas a una idea que se le había metido en la cabeza. Se detenía cada poco trecho y pensaba: “Hasta ahora solo le he pedido bobadas al genio, apaños que cualquier diablillo, por inepto que sea, puede cumplir. Ni siquiera estoy seguro de si los deseos se han cumplido por obra del genio o por pura casualidad”. Caminaba hasta el siguiente chopo de la cuneta y cavilaba, acariciándose la barbilla: “Para comprobar si la magia funciona debería pedir algo importante, como hacen todos los pescadores y leñadores que tienen la suerte de que se les aparezca un genio”. Desde luego no pensaba en la eterna juventud ni en nada por el estilo: prefería algo tangible, inmediato; de modo que, continuando la broma, pidió el tercer deseo: “Genio, haz que cuando llegue a casa esté esperándome una mujer hermosa que me reciba con los brazos abiertos”. El maestro rural era soltero, rondaba los cuarenta años y cenaba todas las noches solo viendo la televisión: si el genio le daba una compañera, merecería todos sus respetos y una medalla de oro al mérito civil.


Entró el maestro en la villa por el puente viejo y subió por una empinada cuesta arriba hacia su casa. Vista a cierta distancia, la casa seguía igual que la había dejado: las persianas a medio bajar, la ventana del salón entreabierta y un abandono que presagiaba el fiasco del genio de la botella. Sin embargo, al acercarse a la plazuela donde se hallaba la casa, vio a una mujer parada junto a la cancela del jardín. Le dio un vuelco el corazón. ¡El diminuto engendro diabólico que aleteaba en el líquido verdoso de la botella había cumplido su deseo, el deseo más anhelado, y se había portado como un verdadero genio! Como para sacarlo de dudas, la mujer acudió a su encuentro, lo llamó por su nombre, lo agarró por un brazo y poco menos que lo metió a rastras en la casa, hablando sin parar de la buena impresión que le había causado el pueblo y también la huerta del maestro.
—Solo pretendo robarle unos minutos —dijo—. Unas preguntitas y ya está.
—No hace falta que me llame de usted —dijo él—. Me hace viejo.
—Por favor, si somos más o menos de la misma edad —calculó, a ojo de buen cubero, ella, que probablemente no pasaba de los treinta años.
Pasaron al salón y se sentaron uno enfrente de otro en sendos sillones. La mujer extrajo unos papeles de su cartera. La entrevista consistió en una serie de preguntas sobre quién cocinaba en casa, a qué horas, cuánto tiempo dedicaba a la cocina, cuáles eran sus platos favoritos y otras cuestiones relacionadas con la comida. El maestro hubo de confesar que él vivía solo y era, por tanto, el único responsable de los fogones. A la mujer le pareció genial. No sabía él lo que aprecian las mujeres a los hombres que saben desenvolverse en la cocina. “No te creas las tonterías de las películas” —advirtió tuteándolo y adoptando un tono confidencial—. “A la mayoría de las mujeres lo que de verdad nos vuelve locas es un hombre que nos reciba en casa con la cena hecha y la mesa puesta”. Al maestro le turbó la sonrisa de éxtasis con que la entrevistadora lo contemplaba, hasta el punto de que ni siquiera preguntó para qué organismo o empresa trabajaba ni cuál era el objeto del estudio. No obstante, la mujer solventó sus dudas. “La encuesta es el aperitivo. Lo bueno, el plato fuerte  —prepárate para el bombazo— viene ahora”. La mujer le tendió un folleto  en cuya portada figuraba una pareja joven y sonriente, ambos ataviados con delantal y gorro de cocinero.
—Lo que tú necesitas, Paco —lo llamó por su apelativo familiar a la vez que le ponía una mano en la rodilla, ante lo cual él se retrepó y dio un respingo en el asiento— es un robot en tu cocina.
Podía considerarse, en verdad, un hombre afortunado, cuya vida estaba a punto de cambiar, gracias a un artilugio que permitía cocer, freír y asar sin sartenes ni cacerolas; programar la hora en que empezara y terminara la cocción; exprimir frutas y elaborar repostería.
La mujer le zarandeó amistosamente la rodilla. Dijo:
—Y todo esto, Paco, ¿a qué precio? A ver, dime, ¿qué precio le pones a tu bienestar?
Paco no sabía qué decir.  Ofreció una bebida a la entrevistadora. Ella estaba muy animada, casi eufórica.
—Pues mira, sí, ponme una cerveza y lo celebramos.
Ah, se le había olvidado un detalle. CookRover ISW era una empresa ciento por ciento española, de Linares (Jaén). Cierto que el aparato llevaba la etiqueta de  Made in China, pero hoy en día, ¿qué no se fabrica en China?
Cuando el maestro regresó al salón con las bebidas, la mujer lo recibió medio tumbada en el sillón, riéndose y mostrando un folio en el que estaba escrita, a trazos de rotulador verde, una cifra: 799. El precio de su bienestar. La promoción incluía un cursillo de manejo del robot, una lujosa edición ilustrada de la Divina Comedia en tres tomos —ideal para un hombre culto como tú, Paco— y un juego de cuchillos de Albacete.
El maestro preguntó a la mujer si el curso lo impartiría ella.
—Eso ni lo dudes —respondió—. Es la política de la empresa. Pero además, una cuestión de ética profesional: yo te lo vendo, yo te enseño cómo funciona, yo sigo tus primeros pasos y yo me aseguro de que quedes contento con la compra. Si no es así, lo devuelves y punto. Aquí no hay engaño, Paco.
El maestro firmó el pedido. La mujer le dio las gracias por la cerveza. “Muy fría, como a mí me gusta”, dijo. Entonces se fijó en la botella que había encima del aparador.
—Huy, ¿qué es este bicho tan feo?
—Supongo que uno de esos genios que te conceden tres deseos. Me lo he encontrado en el monte. Si quieres, te lo regalo.
—¿De verdad? —ella tocó la botella con aprensión—. ¿No muerde? ¿No es venenoso?
El aborto de sabandija abría y cerraba el pico como si emitiera un gorjeo subacuático.
—Vale, le pediré un deseo, a ver si me hace caso.
Paco y la vendedora se despidieron en la puerta de la casa con un apretón de manos. Era solo un “hasta luego” porque en el plazo de una semana, llegaría el robot; y a la semana siguiente de la entrega, volverían a verse para el cursillo. “No te vas a librar de mí así como así”, le aseguró ella.
Mientras se dirigía adonde había aparcado el coche, de un humor excelente, la mujer le dijo al genio de la botella: “Genio, demonio o lo que seas. Ya he vendido lo que tenía que vender. Haz, por favor, que no vuelva a ver a ese pobre hombre tan necesitado de una mujer como yo de unas vacaciones en la playa”.


Una semana después, Paco recibió el robot. A la semana siguiente de la entrega, la empresa lo convocó en un hotel de la localidad para asistir a un cursillo de cocina. Al cursillo acudieron media docena de señoras y él. Lo impartió un individuo de pelo grasiento, relamido, que hacía mucha gracia a las mujeres con sus chistes de amas de casa libidinosas. Paco le preguntó si conocía a la vendedora que le había vendido su robot. Claro que la conocía, todo el mundo hablaba de ella en la empresa. En dos semanas había tenido dos golpes de suerte increíbles: primero, la habían ascendido a directora comercial; segundo, había participado en un reality show de venta a domicilio y había ganado un chalet en la Costa del Sol.

 
Allí estaba, tomando el sol en la playa.




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