La avispa

 


 

En mitad de la clase de Literatura, una avispa se coló por la ventana.


“Ah”, se quejó una chica que tenía pánico de toda clase de bichos. Si veía una cucaracha, se ponía a gritar como una loca. Si veía una araña, se desmayaba. Si veía una rata, se moría directamente. “Es una avispa asiática”, dictaminó por su parte un compañero suyo con experiencia en temas rurales, cuyos padres se dedicaban a la apicultura: y era ciertamente un ejemplar exótico, del tamaño de un ratón de campo, que emitía un zumbido de transistor de radio. “Hay que matarla”, clamaron los que se sentaban en la última fila. Había también un muchacho endeble, Luis D, con la frente surcada por una vena azul, que era alérgico a la picadura de las avispas. Si le picaba una avispa, se ponía fatal: respiración acelerada, dolor de abdomen, arritmia, hipotensión... En casos extremos, colapso cardiocirculatorio y…


El profesor hablaba de las golondrinas, las que volverán y las que no volverán, pero nadie le prestaba atención desde que el insecto había entrado en el aula. Antes quizá lo escuchara una minoría selecta, como un joven marginal, Rubén M, lector de los surrealistas, que se sentaba o recostaba en una esquina; y dos futuras estudiantes de Ingeniería Aeroespacial o Biotecnología, Carmen N y Charo R, abonadas a los dieces, que tomaban apuntes de todas las explicaciones.


Los partidarios de matar a la avispa se habían movilizado y la perseguían armados con cuadernos, libros o prendas de abrigo que arrojaban al aire para interceptarla en pleno vuelo. Para luego aplastarla: cranch. Incluso uno de ellos se quitó una bota, una bota estilo Hillary cuando escaló el Everest, y acorralaba a la intrusa profiriendo feroces alaridos de cazador tribal.


“Qué horror, pobre criatura”. Mar C, una animalista uniformada de desigual, se escandaliza. El profesor amenaza a los alborotadores con la autoridad superior de la jefa de estudios. “Todo este jaleo por culpa de una avispa”, se queja. O sea, una menudencia, una gilipollez, nada. Aprovecha el incidente para explicar las figuras retóricas: “Si os parece avisamos a los bomberos”. Hipérbole, ironía… Pero las golondrinas de Bécquer ya no volverán. El insecto sigue un curso errático, acosado por la horda. Un diccionario de latín está a punto de derribarlo. Alguien grita: es el diccionario que le ha caído en la cabeza. Queda abierto por una página en la que aparece la lámina de un legionario romano con todos sus pertrechos. La víctima pide permiso para ir al servicio y darse agua fría en la parte contusionada.

 
Bueno, el profesor ya se está hartando. De niños, avispas y golondrinas. Él mismo se encarga de pastorear al himenóptero —eh, quién sabía que las avispas y las abejas pertenecen al género de los himenópteros— hasta las ventanas abiertas para que salga, vuele libre y, en todo caso, se cuele en otra aula que no sea la suya.


Por favor, tanto lío por una avispa. Ni siquiera cuando hubo partido rumbo a otros cielos, la clase se tranquilizaba. Entonces surgió una nueva interrupción. Llamaron a la puerta, que estaba entornada. Era el conserje acompañado por dos personas vestidas con trajes de astronautas. El conserje bisbiseó unas palabras aclaratorias y, acto seguido, introdujo a los extraños. El sargento Martínez y la teniente García, del Comando de Guerra Biológica, Química y Nuclear.
La oficial dijo:
—Se ha detectado la presencia en la zona de aeronaves no tripuladas que bajo la forma de insectos de gran tamaño se infiltran en instalaciones estratégicas u otros lugares donde se reúnen multitudes para perpetrar ataques químicos.
El profesor reveló el caso de la avispa.
—Correcto —dijo el sargento—. No es una avispa asiática, sino un arma de destrucción masiva.
—¿Entonces…?
—Entonces, por suerte, ustedes han actuado con rapidez y determinación —lo tranquilizó la teniente—. El aparato estaba realizando un vuelo de reconocimiento antes de proceder al lanzamiento de gas venenoso.
Dijo el sargento:
—No habría sobrevivido ninguno de ustedes.
—Pero, ¿quién puede…? ¿Por qué…? —balbuceó el profesor.
La teniente no dudó en responder:
—El terrorismo global.


Los militares se adentraron en territorio hostil para evaluar la calidad del aire. Su presencia intimidó a los alumnos: cambio de actitud comprensible ya que los recién llegados portaban unas aparatosas pistolas que recordaban la guerra de las galaxias, con las que apuntaban a todos los lados, incluidas las cabezas de los anonadados estudiantes. Solo una de las chicas que se sentaban en la última fila se atrevió a desafiar la ley marcial dedicándole una sonrisa al sargento, que se sonrojó en el interior de su casco.
—Limpio —informó el sargento a la teniente.
—Pueden seguir sus lecciones con normalidad —habló en voz alta la teniente—. El Comando de Guerra BQN les informa de que han sido objeto de un ataque terrorista, neutralizado gracias a la rapidez y determinación con que han actuado.
Saludó militarmente y se fue, seguida del sargento.


En la puerta, el profesor les pidió consejo sobre si convenía continuar explicando las golondrinas de Bécquer —iban por los versos que dicen: tu corazón de un profundo sueño / tal vez despertará— o pasar a una actividad de carácter más lúdico, dados los momentos de tensión que todos habían vivido.


El conserje, que era un admirador de Bécquer, dijo que las golondrinas estaban muy bien. En cuanto a la teniente, reiteró sus elogios al comportamiento heroico de “los muchachos” y no descartó que el grupo y su profesor fueran propuestos para una medalla al valor.

 

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