Libros al aire libre

 


 

El Día del Libro, las profesoras del departamento de Literatura organizaron una jornada de lectura al aire libre. A primera hora de la mañana, todos los participantes —unos treinta alumnos de catorce años— pasaron por la biblioteca para escoger cada uno el libro que le apeteciera. Los más solicitados eran los libros cortos; si además los adornaban muchas ilustraciones, había peleas por llevárselos. Hubo quien eligió una breve antología de la poesía latina, en latín, solo porque tenía cincuenta y seis páginas. Los indecisos pedían consejo a las profesoras, que recomendaban novelas de aventuras a los aventureros, ciencia ficción a los científicos, poesía a los poetas y enredos de adolescentes a los demás. A una chica soñadora, que redactaba muy bien, le tocó El principito. A un chico que imitaba el canto de los pájaros le tocó Alfanhuí.


Con su libro en la mochila, los excursionistas partieron camino del monte. Fueron hacia la sierra por una carretera forestal, y luego por un sendero que ascendía entre robledales y pinares. A media ladera, se detuvieron en la orilla de un arroyo. Las profesoras examinaron el terreno. Dijeron: “Este es un locus amoenus ideal”; que es como decir, “hasta aquí hemos llegado”. Había en aquella vaguada un prado, hierba para tumbarse, agua para refrescarse, sol en el claro y sombra en el bosque. Las profesoras ordenaron a los alumnos que se dispersaran y buscaran un puesto de lectura. La única regla era que permaneciesen a la vista.


Los lectores se acomodaron en el prado y las arboledas colindantes. Unos, recostados en los troncos; otros, tumbados a la bartola. Estos fueron los primeros en quedarse amodorrados, sobre todo si el libro escogido no les enganchaba desde la primera página. Miraban pasar las nubes y volar los pájaros, pero enseguida les entraba el sueño. La lectora de El principito sufrió un percance en el capítulo 1: se había sentado encima de un hormiguero, lo que le provocó un ataque de pánico comparable a si se hubiera sentado encima de un sombrero que en realidad era una serpiente que se comía un elefante. El osado lector de La vida es sueño, que se había tendido plácidamente en un lecho de flores, llegó justo hasta el verso en el que el príncipe de Polonia exclama ¡Ay, mísero de mí! ¡Ay, infelice!; a partir del cual, haciendo honor al título de la obra, se le nubló la vista y prorrumpió en estrepitosos ronquidos.


Hacia las diez y media se hizo un descanso para que los lectores campestres tomaran el bocadillo, aunque algunos ni siquiera habían sacado el libro de la mochila y, en cambio, habían devorado ya todas las provisiones. A pesar de la prohibición expresa de las maestras, se habían formado núcleos de revoltosos que reían a carcajadas o se perseguían armados con palos. Las profesoras, sin embargo, parecían en la gloria, concentradas en sus lecturas, descalzas, acostadas en el ribazo junto al arroyo. Una leía los Poemas humanos de César Vallejo; otra, Inés y la alegría, de Almudena Grandes.


A eso del mediodía, calmados los ánimos en consonancia con la placidez del paisaje, un ruido como de muchedumbre alborotada, ladridos de perros y gritos de alma en pena vinieron a sacar a los lectores de sus mundos etéreos. Era un rebaño de ovejas que invadió el prado. Lo escoltaba  media docena de mastines, a los que encolerizó el inesperado encuentro con la horda de escolares; y un pastor, que, bien al contrario, se mostró encantado con tan grata compañía. Las profesoras lo invitaron a sentarse con ellas y compartir un termo de café y una animada charla sobre la filosofía que se cría silvestre en la aspereza de los montes. Mientras los adultos conversaban, los frustrados lectores habían decidido confraternizar con el rebaño, buscando los corderos más tiernos para fotografiarse con ellos en brazos y subir sus fotos a las redes sociales. No gustaban a los perros guardianes tantas confianzas pero temían a los estudiantes más que a los lobos; así que, tras recibir alguna pedrada, se retiraron prudentemente a sestear en la linde del campo.


De buena gana se hubiera quedado a comer el pastor en aquel jardín de las delicias si no lo reclamaran las obligaciones propias de su oficio. Le extrañó, desde luego, ver semejante profusión de libros en medio de la montaña y no entendía que alguien en su sano juicio prefiriera el duro suelo al sillón de casa para asunto tan serio como la lectura. Se fue, en fin, con gran disgusto de los corderos, que nunca en su vida habían recibido tantos achuchones, y con gran alivio de los mastines, que preferían los garrotazos del pastor a las maldades de los adolescentes.


Al marchar el hombre y el rebaño, quedó la pradera sembrada de cagarrutas redondas. Por más que las profesoras se empeñaron en que los alumnos volvieran a su anterior recogimiento, fue imposible: el hechizo literario se había esfumado por culpa de la marabunta ovina. El aire olía a ovejuno; la tierra, a excrementos. Para colmo de males, las nubes se ennegrecieron de pronto, retumbó un trueno y comenzó el diluvio. La tormenta primaveral sorprendió a los excursionistas sin ropa impermeable adecuada. El único lugar donde podían resguardarse era bajo la copa de los árboles, pero si se libraban de la lluvia sucumbían a la amenaza del rayo, y nadie sabía a qué atenerse.


Cerca de media hora duró la tempestad, que empapó a los lectores y, peor aún, convirtió en pasta de papel los libros, no haciendo distingos entre la antología latina, El principito o La vida es sueño. Cuando pasó la nube, no existían ya libros para leer. Tampoco prado donde tumbarse, sino un barrizal abonado con cagadas de ovejas.


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