Raíces

 


 

 Alfredo se había criado en una ciudad de la costa con paseo marítimo y lonja de pescado. En aquella ciudad podías sentarte en el malecón y mirar el mar. Podías tumbarte en la playa y tomar el sol. El aire olía a salitre, a revuelo de gaviotas, a mercancías de archipiélagos remotos. De una cosa estaba seguro Alfredo: él nunca viviría lejos del mar.


Lorena venía de un pueblo de las montañas. En su pueblo caían unas nevadas impresionantes, que tapaban las carreteras y aislaban las casas. Para sobrevivir la gente se reunía en torno a la lumbre. La conversación era pausada; la comida, sustanciosa; las viejas leyendas, el pan nuestro de cada día. Cuando no nevaba, había nueces, setas, cerezas, arándanos, según las estaciones. De una cosa estaba segura Lorena: ella nunca viviría en las ciudades de la llanura.


En la tierra de Mauro no había playa. Tampoco montañas ni paisajes preciosos, de modo que ni siquiera se habían descubierto las casas de turismo rural. Sin embargo, los tomates sabían a tomates. La fruta era orgánica; el vino, sin química. Los domingos a mediodía, los hombres preparaban la parrilla mientras las mujeres tomaban el vermut. De una cosa estaba seguro Mauro: él no residiría jamás en capitales con el cielo envenenado.


Max pertenecía a un pueblo ancestral con una cultura ancestral arraigada en una tierra ancestral. De una cosa estaba seguro Max: a él, como a las piedras, nadie lo movía de su sitio. Adonde quiera que fuese, lo acompañaban el musgo y la niebla de su país milenario. Evitaba, como la peste, las metrópolis deshumanizadas.


Rosa había nacido en la orilla de un río. Desde la ventana de su habitación se veían la vega, los bosques de ribera y el cauce del río. El agua nunca era la misma pero el río era siempre el mismo. De una cosa estaba segura Rosa: nadie la arrancaría nunca de su pueblo a la orilla del río.


Rut se había criado en el cuarto piso, letra D, de un edificio de nueve plantas que había en un barrio humilde de la gran ciudad. La ventana de su habitación daba a un patio interior. En los tendederos colgaban hileras de calcetines desparejados. Los olores intensos del garam masala indio se mezclaban con los del ras el hanout marroquí, y el ajo de toda la vida chisporroteaba en las sartenes. Desde la ventana se oían gritos en una docena de idiomas. La intimidad, desde luego, no estaba asegurada. Había incluso un individuo que coleccionaba la ropa interior de la vecina. En una mesa plegable, Rut estudiaba Historia. Quería ser profesora y dar la vuelta al mundo.


Cuando Rut aprobó las oposiciones de profesora, la destinaron a una ciudad de la costa. Allí disfrutó de la playa, el buen pescado y las puestas del sol en el paseo marítimo. Luego le dieron plaza en un lugar de la montaña, donde se aficionó a la micología y a la práctica del esquí. Al año siguiente, aprendió un montón sobre vinos, instalada en una comarca de prósperos agricultores. Ejerció la docencia en una comunidad con lengua propia, cuyo idioma y cultura estudió con el afán de integrarse en la vida del pueblo. Estuvo en un instituto ubicado en la orilla de un río, y pasaba las horas libres paseando por la orilla del río. 


El tiempo que transcurrió en expectativa de destino definitivo, Rut fue feliz. Se adaptó sin problemas a toda clase de localidades, gentes y entornos. Incluso se adaptó a ser siempre “la de fuera”, a perder las raíces. Nunca olvidó de dónde venía y nunca dejó de ser todos los sitios.


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