Vacuna y huevos

 


 El día que lo vacunaron contra la COVID, el profesor Antonio L lo celebró dándose un homenaje. Fue al bar La Terraza y pidió un par de huevos fritos con chorizo y patatas fritas. Para beber pidió una jarra de cerveza tostada.
—Es para prevenir los efectos secundarios de la vacuna —se justificó ante Yusuf, el camarero, que era marroquí y no comía carne de cerdo ni tomaba alcohol.
Pero a Yusuf le traía sin cuidado lo que comieran o dejaran de comer los clientes. Estaba de morros, eso saltaba a la vista, y aparte de servir las bebidas con notoria brusquedad, contestaba con monosílabos cortantes a los incautos que intentaban entablar una conversación amable,  propia de un bar de pueblo.
—No entiendo por qué vacunan a los profesores antes que a los camareros —Yusuf disparó la cuestión al aire a la vez que disparaba un chorro de Sanitol, que hizo diana en el centro de la mesa redonda.
—Según el gobierno, somos trabajadores esenciales.
—Ja.
—Trabajamos en espacios cerrados, masificados, de alto riesgo. ¿Te parece poco?
Antonio retrocedió unos pasos porque Yusuf lo apuntaba a la cara con el bote de desinfectante y ya había comprobado su excelente puntería.
—Y nosotros, ¿qué pasa con nosotros? Todo el día rodeados de gente que se quita la mascarilla para comer y beber.
— Es verdad que sois un sector imprescindible de la economía del país —condescendió Antonio L.
—Lo que pasa es que los políticos son unos cabrones.
Yusuf se fue refunfuñando a la barra. Antonio L pensó que el camarero se comportaba de una manera poco profesional. A los clientes, aunque haya confianza, no se les molesta con lamentaciones personales o discursos. “Él no sabe lo que pienso yo de los políticos. No debería hablar de política en el trabajo”.
En otra ocasión Yusuf le había contado que, desde que se declaró el estado de alarma en marzo de 2020, había ido empalmando un ERTE tras otro; pero como tenía un contrato de cuatro horas, aunque trabajaba diez, al final cobraba una miseria. El propietario del bar, que lucía una mascarilla de camuflaje con la bandera nacional estampada en el carrillo derecho, se llenaba la boca de críticas al gobierno por los cierres de la hostelería. Para él, el archienemigo de los pequeños empresarios que solo quieren trabajar y ganarse la vida honradamente era El Coletas. Solo de pensar que El Coletas acudía a su terraza y le pedía una caña, se relamía de gusto calculando la dosis de matarratas que le iba a poner en el vaso. En fin, era del todo improbable que El Coletas se dignara visitar un humilde establecimiento como el suyo.
Yusuf estaba también harto de los chanchullos de los políticos.


Cuando volvió con los huevos parecía, sin embargo, que había recapacitado.
Amansado, casi cordial, dijo:
—Tienes razón.
—Es mi comida favorita. Donde estén unos buenos huevos fritos, que se quiten el marisco o el caviar.
—Tienes razón —dijo otra vez—. Los profesores sois importantes. Yo tengo dos hijos en el colegio y uno en el instituto. Al que está en el Instituto lo conoces tú.
—¿Cómo se llama?
—Ahmed.
—Ah, Ahmed B.
—Tú le enseñas a Ahmed a hablar y escribir bien y, si Dios quiere, estudiará en la Universidad. Por eso vinimos de Marruecos.
Antonio L no quería que se le enfriaran los huevos charlando de asuntos de trabajo a la hora de la comida. Lo que tenía que hacer Yusuf era solicitar informes a la tutora y acudir a una reunión al Instituto. ¿Cómo se le ocurría soñar con que su hijo llegara a la universidad? Lo más probable era que Ahmed ni siquiera consiguiese el graduado en secundaria. Acumulaba numerosas faltas de asistencia y había sido expedientado varias veces por faltas de comportamiento. Además, aunque asistía a clases de refuerzo de Lengua, no acaba de soltarse con el idioma.
Antonio L insistió:
—Los camareros también sois importantes.
—Yo no quiero que mi hijo sea camarero.
—Estos huevos tienen una pinta extraordinaria. No sé, Yusuf, quizá deberías pasar por el Instituto a hablar con la tutora, que es la profesora de Matemáticas.
En esos momento el jefe llamó a Yusuf. Había una mesa desatendida y los clientes empezaban a enfadarse. Yusuf no se apresuró.
—Que les den por culo —maldijo entre dientes.
Sonrió al profesor.
—Que aproveche —dijo—. Y mientras se dirigía a la otra mesa, iba quejándose de que él no tenía tiempo para ir al instituto; y su mujer, que limpiaba casas y apenas sabía hablar español, tampoco.
Al otro lado de la terraza, el jefe meneaba la cabeza en un gesto de desaprobación. Luego, cuando Antonio L terminó los huevos, se acercó a retirar el plato y preguntarle si quería un café.
—El moro este me tiene hasta los huevos —dijo—. Encima que lo contrato, sin tener ni puta idea del oficio, está siempre quejándose y espantándome a los clientes. El día menos pensado lo pongo en la calle.
Con los movimientos de la mandíbula, la bandera nacional que lucía en la mejilla se agitaba como en una carga de la infantería ligera.
El jefe añadió:
—Por si fuera poco aguantarle a él, quería que contratara a su hijo.
—¿Ahmed?
—¿Lo conoces?
—Sí.
—Pues ya sabrás que es un chico conflictivo, que anda metido en trapicheos y malas compañías.
Algo había oído el profesor. Pero tampoco le apetecía hablar de alumnos problemáticos a la hora del café. ¿Es que no podía tomar el café tranquilo?

 

En cuanto el jefe lo dejó en paz y Yusuf lo vio levantarse, acudió de nuevo junto a él.
—Adiós, profesor. ¿Qué tal la vacuna? ¿Algún efecto secundario?
—Nada por ahora, Yusuf. Muchas gracias.
Yusuf lo acompañó hasta fuera de la terraza, como temeroso de que pudiera sufrir un desmayo. Prometió que un día de estos se acercaría al instituto a ver cómo le iban los estudios a su hijo.
—Pide una cita por internet. Debido al protocolo sanitario, no se atiende a los padres en el instituto.
—Entonces, ¿para qué os ponen la vacuna?
Antonio L alegó que él no entendía de vacunas ni contagios. Que tenía prisa. Yusuf había desenfundado el bote de Sanitol y le apuntaba a la cabeza.

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