Deberes

 


 El archivador amarillo estaba exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado hace tres semanas. No se lo había tragado la tierra, aunque sí estuvo a punto de tragárselo el polvo y sucumbir  aplastado por los libros que había puesto encima de él, entre ellos un diccionario de 1356 páginas. Julián T liberó el archivador del peso de tanta palabrería, leyó el epígrafe que había escrito en la portada: Casa o piso; echó un vistazo a la primera página, escrita en un alfabeto indescifrable; y… poco más. Procrastinación: dejar para mañana lo que se debe hacer hoy; por ejemplo, corregir  una pila de redacciones escolares. Y es que de eso se trataba: no de una carpeta de contabilidad doméstica o negocios inmobiliarios, sino de noventa y seis ejercicios de argumentación escritos por alumnos de secundaria, cuyo asunto versaba sobre las ventajas y desventajas de vivir en una casa o en un piso.


Era Julián T profesor de Lengua, del género perezoso y del número de los quemados en el desempeño de la docencia. El bolígrafo rojo usado para marcar las faltas de ortografía y subrayar los anacolutos y apuntar con letra apresurada de médico de atención primaria observaciones que nadie se tomaba la molestia de leer le parecía a Julián T una tortura tan recia como la del galeote que se quejaba amarrado al duro banco de una galera turquesca. Por lo demás, la tarde apacible de finales de octubre incitaba al paseo, a caminar con las manos en los bolsillos, a respirar el aire libre. Quedaba apenas una hora de luz, así que las correcciones podían esperar hasta cuando la lluvia o la oscuridad obligasen al confinamiento domiciliario.


Julián T se abrigó y salió a la calle. Iba en dirección al puerto cuando se encontró con un barrendero municipal que había sido alumno suyo.
—¿Qué tal, profe?
Seguía llamándolo “profe” a pesar de que había pasado un montón de años desde que abandonara las aulas; sin alcanzar, por cierto, el título de secundaria.
—Necesito despejarme, Robert. Si hay algo odioso en la profesión de la enseñanza, es corregir exámenes.
—No me extraña. Es mucha responsabilidad.
—Es mucho aburrimiento y mucha frustración.
—De mí no se quejará, que yo dejaba todos los exámenes en blanco. A mí nunca me entraron esos rollos del análisis sintáctico.
—Ya, ya. Bueno, ¿cómo te va todo?
Robert señaló una calle que abarcaba dos manzanas.
—Me queda este tramo para acabar la jornada.
Robert vestía el uniforme del servicio municipal de limpieza: un llamativo mono de color naranja con bandas reflectantes. Conducía un carro de dos ruedas compuesto por un contenedor de basura, cajón de herramientas y un molde frontal con ganchos y agarraderas para diferentes modelos de cepillos. En otras ocasiones, Robert le había explicado para qué servía cada cosa. Hablaba con entusiasmo de su oficio: consciente de su importancia social, se lo tomaba muy en serio e incluso realizaba una labor educativa cuando aleccionaba a algún ciudadano irresponsable que dejaba un excremento de perro sin recoger en la acera.


A Robert le sucedían aventuras notables. Al estar siempre en la calle presenciaba todo tipo de sucesos, por lo que era un confidente privilegiado de policías, periodistas y jubilados ansiosos de  novedades.
Precisamente aquella mañana se había encontrado un loro desorientado en el parque. Tenía un ala rota. Robert llamó a la policía. Los agentes comprobaron que, en efecto, constaba una denuncia por la desaparición de un loro, de modo que contactaron con la propietaria para  informarla del lugar donde podía recuperar su mascota.
—No me digas más —continuó el profesor—. La propietaria era un mujer joven, guapa y agradecida que te recompensó el hallazgo con una cita de amor en un restaurante, a la luz de las velas.
—Qué va.
—¿Entonces?
—Era un vieja desconfiada. Ni una mísera propina me dio.
—Vaya.
—En cambio, el cabrón del lorito, ¿sabe cómo se despidió? Pues empezó a a chillar como un endemoniado: “¡Hijoputa, hijoputa, hijoputa…!”
Robert se partía de risa recordando el desparpajo del loro. Contó otras anécdotas. Aseguró que había visto a Nicole Kidman o, por lo menos, a su doble, tomando una caña en una terraza de la plaza mayor. De buena gana hubiera entrado en detalles sobre los encantos de la actriz pero, según dijo, “sus obligaciones lo reclamaban”. Estaba molesto porque habían aparecido, tiradas en el suelo, cientos de hojas volanderas en las que un mago africano anunciaba sus servicios.
—Su magia sirve para todo: aprobar exámenes, mal de amores, posesiones diabólicas…
Julián T le pidió una octavilla: quizás el mago supiese algún truco para corregir los exámenes de manera telepática. Dijo:
—Está la calle muy limpia.


 Hinchado de orgullo, Robert volvió a la faena. El profesor echó a andar por una calle que llevaba al paseo marítimo. La contemplación del mar, el rumor del oleaje y las emanaciones salobres lo relajaban. Rodeó el puerto pesquero y subió al espigón. Allí, junto a un faro que emitía destellos rojos, permaneció un buen rato mirando el horizonte. Luego deambuló por la dársena, entre cajas de pescado, redes y nasas, hasta que se hizo de noche. Se detuvo ante un pesquero que tenía el nombre escrito en la popa: Adiós muy buenas. Fantaseó con que embarcaba en el Adiós muy buenas rumbo al mar de Irlanda, aunque dada su tendencia a marearse no se veía a sí mismo declamando en cubierta los versos del capitán pirata: Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad… Con andares cansinos, dando un rodeo para alargar el trayecto, llegó a casa a la hora de cenar. Se puso el pijama, frió un par de huevos y fue a comerlos en el sofá mientras veía la televisión. Se quedó dormido en mitad de un concurso de cocina en el que los aspirantes a las estrellas Michelin debían preparar un bacalao al pil pil con pisto de verduras.

 

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