Incidente en una escuela oriental

 



 Cerca del hotel donde me alojaba, en una ciudad del Oriente Próximo, había un barrio de casas bajas y mugrientas. Pasaba todos los días por allí, al ir y volver de la universidad en la que asistía a un curso de verano sobre los orígenes de la escritura. Rodeado de descampados pedregosos, el miserable poblado se hallaba al otro lado de una avenida principal, cuyos semáforos y palmeras señalaban el confín de la prosperidad urbana.


Por precaución elemental, cada vez que atravesaba aquellos andurriales aceleraba el paso evitando las conversaciones con desconocidos. Ignoraba los gritos de las mujeres que vendían verduras en puestos callejeros. Apartaba de malos modos a los niños que pastoreaban rebaños de cabras en las colinas resecas y me tendían sus manos de pedigüeños.


No obstante, algunas veces bajaba la guardia por cansancio o distracción. Así ocurrió una mañana de mucho calor, cuando un niño de pelo lacio y grasiento, que tendría unos doce años y llevaba una cartera escolar en bandolera, se ofreció a guiarme en la travesía del yermo, detrás de su rebaño. Sin duda se había percatado de mi condición de extranjero, ya fuera por mi manera de vestir o mi apresuramiento, y tramaba algo inconfesable. 

No se lo dije pero pensé:
—Desconfío de ti, chaval. Aunque pretendas ablandarme con tu sonrisa encantadora, te delata el estigma del vulgar ladronzuelo.


Mostrándome la muñeca, en la que no había reloj, el chico gesticulaba para que le dijera la hora. Era una costumbre de los niños del país preguntar la hora a los extranjeros con el objeto de oírles hablar su idioma y burlarse de su confusión. Como yo no le hiciese caso, soltó una carcajada y luego lanzó una andanada de palos a las cabras, que iniciaban el ascenso hacia lo alto de una loma. Un zapatero, que remendaba calzado a la puerta de su taller, lo amenazó con tirarle una sandalia a la cabeza si molestaba al extranjero. Maldijo a las nuevas generaciones de golfos. Creí entender que se disculpaba ante mí, avergonzado por el espectáculo que había tenido que presenciar.


La gente del arrabal se expresaba en una lengua distinta de la hablada por los habitantes de la ciudad. Pertenecían, según los antiguos relatos, a una raza de nómadas. Acampaban a las puertas de la urbe porque si se les enclaustraba entre bloques de edificios, fuera de la estepa, se volvían locos y eran capaces de cualquier barbaridad. 

 

Caminaba yo distraído, pensando en las semejanzas entre los alfabetos ugarítico y amhárico, cuando el chico reapareció  sin las cabras. Se pegó a mi lado como una sombra, cómico en su impostada gravedad, y acompasó su paso al mío. Al llegar a un cruce de caminos, torció a la derecha hacia una casa de adobe, que tenía un patio con una palmera y por cuya ventana abierta se veía a varios niños sentados en pupitres que atendían a las explicaciones de una maestra. Era la escuela. El lazarillo solo quería mostrarme su escuela. Lo seguí confiado.


La maestra me recibió amablemente. No podíamos entendernos en un idioma común, de manera que nuestra comunicación se limitó a gestos, sonrisas y palabras inútilmente silabeadas a grito limpio. No sabría repetir su nombre. Me pareció muy joven, animosa, tal vez distante. Despedía un olor agrio a ropa sudada.


Los alumnos se reían de nuestro diálogo de besugos. La profesora se encaró con una de las niñas que más alborotaban y la mandó por un recado. Esta se levantó de buena gana, se detuvo un instante ante mí, para examinarme de cerca, y luego salió corriendo hacia otra aula.


Volvió con un mapamundi. La maestra me pidió que señalara mi país de procedencia. Lo señalé y pronuncié en voz alta su nombre. La maestra se quedó perpleja. Repetí el nombre del país, asombrado de que no lo conociera. No sabía nada de mi patria, ni siquiera su capital, un monumento famoso, un producto típico, nada de nada. 


Esto debió de molestarla porque a partir de entonces empezó a tratar a los niños con notoria brusquedad. En cuanto a mí, prefirió ignorarme. Quizá había querido aprovechar la ocasión para impartir una lección de geografía, pero no se esperaba que yo procediera de un país tan extraño, si no despreciado por motivos que se me ocultaban.


Arengaba a los alumnos con soflamas estridentes. Estos la escuchaban intimidados, sin atreverse a interrumpirla. Consideré que estaba de más en la clase y aprovechando un momento en que ella aporreaba el mapa con una regla de madera, en concreto el mapa de mi país, me fui sin despedirme.


El niño pastor que me había llevado hasta la escuela se dio cuenta y salió detrás de mí. La profesora le dio permiso. Al rato, uno a uno, se levantaron los demás, formaron en fila india y me siguieron.


El camino discurría entre casuchas, patios donde se acumulaba toda clase de trastos, contenedores en los que rebosaba la basura, huertos y olivares. No era el camino que recorría habitualmente, así que dudé si me convenía continuar por allí o dar la vuelta. Lo malo era que no podía dar la vuelta porque el grupo de niños y la maestra me cerraban el paso. Al frente de todos estaba el pastor de cabras. El fue el primero que cogió una piedra del suelo y la lanzó contra mí. Sus compañeros lo imitaron. La maestra se agachó con juvenil agilidad para aprovisionarse de munición. Disparaba los guijarros con igual o mejor puntería que los escolares, a los que enardecía con sus chillidos salvajes para que me lapidaran.


Una canto me golpeó en la mejilla y noté que un hueso de la mandíbula hacía “crac”. La cara se me llenó de sangre. Emprendí una retirada vergonzosa. La huida causó una explosión de carcajadas entre los niños. Algunos parodiaban mi gesto cobarde y los sonidos de mi idioma ridículo, pero no me siguieron, quizá porque la maestra los retuvo. “Dejad que se vaya”, dijo. “Es solo un extranjero”.

 
Abrasado por el sol, anduve desorientado hasta el mediodía. Fui a parar a un valle que tenía las laderas cubiertas de piedras blancas como esqueletos de ratones y de arbustos espinosos. Había en medio del erial un chozo en ruinas. A la sombra de un algarrobo, vi a un hombre montado en un burro. Le supliqué ayuda. Mezclando palabras de varios idiomas y una mímica absurda, le di a entender que yo era un investigador extraviado, un especialista en la escritura ugarítica asaltado por una turba de delincuentes, y que mi sitio estaba en la universidad. El nativo me ofreció un pañuelo para limpiarme la sangre y un trago de agua. Después, con la mano extendida, me pidió unas monedas.

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