Las mil y una clases

 


 

 Había un instituto en el que los estudiantes tenían la costumbre de quemar a los profesores. Estos, en verdad, no eran capaces de motivar a sus alumnos, por lo que ellos se vengaban portándose fatal y negándose a aprender nada. Hasta que un buen día llegó un maestro joven, lleno de entusiasmo e ideas innovadores, que se ofreció voluntario para enseñar literatura.
Sus colegas le advirtieron:
—Ándate con cuidado. Esos zoquetes no respetan a nadie. Se reirán de ti, te harán la vida imposible y acabarás pidiendo una baja por depresión, como todos los demás.


Pero el fervoroso educador confiaba en su método pedagógico y deseaba experimentarlo con adolescentes conflictivos, reacios a cualquier cosa que oliese a cultura de lejos. El método se basaba en la lectura compartida o, para entendernos mejor, shared book reading, que consistía en leer, cada sesión diaria, el principio de una obra literaria memorable, mientras que los escuchantes —liberados de tomar apuntes, escribir resúmenes o buscar el significado de algunas palabras en el diccionario— se limitaban a escuchar y añadir los comentarios personales que considerasen oportunos. Cuando sonaba el timbre que indicaba el final de la clase, el profesor, pensando que los dejaba con la miel en los labios, decía: “Mañana más”.


Empezó con Cien años de soledad pero no tuvo demasiado éxito, porque cada vez que decía “Mañana más”, los escolares daban unos bostezos que parecían a punto de desencajarse, lanzaban blasfemias y armaban un tremendo jaleo. Otra vez probó con un cuento terrorífico de Edgar Allan Poe y el resultado fue el mismo. La lectura de El Principito provocó un conato de motín. Las aventuras de un perro en Alaska les dejaron helados. De Gabriel Araceli y sus batallitas acabaron hartos cuando el chico aún no había puesto rumbo a Trafalgar. Las bestias de Isabel Allende eran para ellos unos tiernos peluches en comparación con los zombis de los videojuegos. Las chicas de alambre, ¿no estaban en Netflix?


Durante mil y una clases, el profesor leyó y leyó los primeros capítulos de obras memorables de la literatura universal sin conseguir que nadie, al final de un tiempo de lectura, mostrara interés por la continuación de la historia que había apenas iniciado. Lo cierto es que perdió la voz, el pelo y la esperanza de que su trabajo valiera para algo útil. Acudió, en fin, a la doctora,  que le diagnosticó una  depresión aguda y le recomendó unas semanas de reposo. Él buscó en el mapa una isla desierta y allá se fue. Dicen que en su equipaje de náufrago no había un solo libro.

 

 

Comentarios