La última lección del bachillerato

 


 

 No es cierto que hayan sido viajes de estudios ni viajes escolares los causantes del megabrote epidémico originado en Mallorca, como se empeñan en decir la mayoría de los medios de comunicación. Casi todos los jóvenes contagiados y contagiadores participaban en viajes de juerga consentidos y pagados por sus familias, y organizados por agencias, limitándose su relación con la escuela a que los beneficiarios de los paquetes turísticos eran estudiantes que se habían propuesto celebrar el final del curso por todo lo alto. Un año académico ciertamente difícil, cuyo remate, coincidente con el decaimiento de las restricciones del estado de alarma, era previsible que provocase explosiones de alegría descontroladas.


Septiembre de 2020. Los centros educativos llevan meses cerrados por la pandemia de coronavirus. La enfermedad no remite y hay dudas razonables sobre si se debe continuar con la enseñanza telemática o volver a las aulas. Las autoridades retrasan el principio del curso mientras estudian fórmulas seguras de escolarización: no se descarta incluso instalar mamparas aislantes en las clases. El uso de las mascarillas parece una medida utópica y en las redes sociales circula un sinfín de chistes sobre el modo en que los niños y adolescentes reaccionarían ante semejante imposición. ¿Cómo reconocerán los niños a sus maestras? ¿Cómo van a permitir los adolescentes que les tapen la boca y les obliguen a mantener la distancia de seguridad? Por lo que respecta a los profesores, los sindicatos alertan del riesgo al que están expuestos estos trabajadores en ambientes masificados. El curso se inicia con una jornada de huelga en la que los docentes reivindican más contrataciones para descongestionar las aulas. Algo se consigue. En otoño e invierno, las sucesivas oleadas de la pandemia nos mantienen a todos en vilo, temerosos de un nuevo cierre y confinamiento domiciliario. Muchos alumnos son sometidos a una o varias cuarentenas por contacto directo con positivos y tienen que seguir las clases a distancia mientras su compañeros —a veces quedan solo cuatro o cinco— las reciben de forma presencial. El frío en las aulas, que permanecen con las ventanas abiertas en pleno invierno, es insoportable, hasta el punto de que se pone de moda abrigarse con sacos de dormir. Se suspenden viajes, excursiones, actividades extraescolares. Las clases de Educación Física evitan el contacto físico; las de Música, la música; las de Tecnología, los talleres; las de Ciencias, los laboratorios; todas, el trabajo en grupo. Por falta de datos, no se incluyen en la lista de sufrimientos los traumas causados por la muerte de abuelos y otros seres queridos como consecuencia del coronavirus. 


Junio de 2021. Misión cumplida con relativo éxito: al menos no se ha verificado el desastre que presagiaban los detractores de la reapertura. Si hubo contagiados en los centros educativos, los contagios venían casi siempre de fuera; y así, era en los períodos de vacaciones, sobre todo durante las Navidades, cuando las cifras de positivos se disparaban. Ni siquiera el transporte escolar se convirtió en un foco de contagios grave. Los institutos desplegaron sus propios equipos de rastreo que colaboraban con el Centro de Seguimiento de Contagios en la lucha contra la pandemia. Mantener las escuelas abiertas fue, por tanto, una buena política tanto desde el punto de vista sanitario como educativo, un triunfo del que pocos países europeos pueden presumir. Se consiguió que los colegios fueran entornos seguros, y se rebatió la falacia de que la enseñanza no presencial es una alternativa a la educación presencial, cuando en realidad se trata de una poderosa herramienta didáctica complementaria. En definitiva, toda la población escolar, desde los niños de infantil hasta los estudiantes de bachillerato, se merecía al final del año académico mucho más que una fiesta al uso: yo diría que un homenaje de Estado y el reconocimiento de la sociedad por su comportamiento ejemplar durante la crisis sanitaria. Lo que no se merecen, desde luego, es que unos pocos irresponsables: padres, jóvenes, empresas del ocio y medios de desinformación, desacrediten al sistema educativo en su conjunto.


Los papás consentidores y pagadores de los viajes a Mallorca y otras localidades sabían dónde iban sus hijos y a qué, y presumiblemente estimaban que tras un año de restricciones estos se habían ganado un premio, aunque fuera a costa de la salud y la economía de los demás. Los operadores de los paquetes turísticos han tirado piedras contra su propio tejado y demostrado a carta cabal que la avaricia privada —emblema de la economía capitalista— rompe el saco del bienestar común. A los gobiernos que competían entre sí por dar buenas noticias y generar optimismo, por apuntarse los avances de la campaña de vacunación y por alzarse en defensores del sector turístico, les corresponde asimismo una parte de responsabilidad en este desastre anunciado.


Aunque los mal llamados viajes de estudios eran simples viajes de juerga, el escándalo ha salpicado a la comunidad escolar, amplificado por el tratamiento frívolo de unos medios que airean las hazañas de los malos cuando son más divertidas que las de los buenos. Los protagonistas de la noticia, los jóvenes juerguistas y sus familias consentidoras, nos proporcionan, ciertamente, algunas claves de las lacras de nuestro sistema educativo. Se ve aquí el fruto de una educación amoral, que rehúsa la instrucción cívica en aras del bien común, pues la mera premisa de su existencia suscita sospechas de adoctrinamiento y críticas de totalitarismo. Las invocaciones a la libertad de los progenitores que acusan al gobierno de tener presos a sus hijos —en realidad, confinados por las autoridades sanitarias para evitar la propagación de contagios— son una copia literal de lo que pasa a diario en las escuelas: padres que justifican los desmanes de los hijos, desautorizan a los equipos docentes e inculcan los valores del individualismo, el incivismo y la insolidaridad. Es una pena que este episodio lamentable se haya convertido en la última lección del bachillerato, justo el año en que aprendimos a vencer la pandemia.

 


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