Castilla la común, 1

Definición de “común”, según el diccionario de la RAE, con el añadido de algunos ejemplos propios:
1. Dicho de una cosa: Que, no siendo privativamente de nadie, pertenece o se extiende a varios. Castilla común.
2. Corriente, recibido y admitido de todos o de la mayor parte. Castilla común.
3. Ordinario, vulgar, frecuente y muy sabido. Castilla común.
4. Bajo, de inferior clase y despreciable. Castilla común.




 

Castilla es una nación sin estado, sin comunidad autónoma y, al parecer, sin lengua ni cultura propias.  Dividida en territorios difusos, no existe en el mapa político de la España actual. Todo lo que era de ella se lo ha apropiado “España”, pero una España impostora e indigna de tal nombre. Su desaparición se atribuye a muerte natural: Castilla habría muerto de vieja, no sin antes engendrar, cuando sus fuerzas se lo permitían, a España, en la que el antiguo reino se perpetúa. Desde siempre nos han inculcado que, sacrificada a una causa mayor, Castilla dejó de ser ella misma para ser España. Una España de la que unos forman parte por convencimiento y otros, por vencimiento: centro leal y periferia levantisca, a la que se intenta aplacar con estatutos especiales de autonomía. El conflicto, bien se ve, enfrenta a bandos desiguales: a unos españoles que son solo españoles contra otros compatriotas que sin renunciar a su lengua y país propios, podrían ser o no ser españoles. De qué lado está Castilla es pregunta que, por capciosa, nadie se hace: no cabe duda de nuestra pertenencia a España. Instalados en esta certeza, centralistas y periféricos niegan su ser a Castilla, y nosotros nos jactamos de españoles no por castellanos sino por haber dejado de serlo.
Aunque solo sea por respeto a España, es hora de que Castilla deje de ser la España por antonomasia y se reivindique como una parte del todo. España es, en efecto, más que Castilla, porque comprende otros pueblos que no son castellanos; y si esta unión fuera fraternal, igualitaria y libre —que no lo es—, todos saldríamos ganando. La España que toma el nombre de Castilla en vano y falsea su historia no es un estado que privilegie a Castilla sino que la anula; ningún pueblo de España se merece tal forma de estado y, menos que los demás, Castilla.


Sí, es cierto, somos España... ¡pero qué España! Somos la España seca, la España vaciada, la España rancia, la España profunda, la España opresora... ¿Y si nos levantáramos en comunidad? ¿Y si luchando por una Castilla viva descargáramos a España de este cuerpo muerto  que solamente  somos, cadáver putrefacto que ni siquiera sirve para mantillo de las huertas? ¿Y si además de ser España fuéramos Castilla?


Parece, a primera vista,  muy loable el empeño de llamar “español” al idioma castellano porque todos los pueblos de España contribuyeron a hacerlo y a todos nos pertenece. Por la misma razón, sin embargo, el centralismo debería considerarse español y no castellano, pues es una ideología que tiene adeptos en todas las partes de España y que ha sido formulada y defendida por españoles de todas sus comunidades. ¿O es que España nos va a quitar lo bueno para dejarnos solo lo malo? Si una política catalana, líder de un partido de derechas originario de Cataluña, arremete contra la “imposición” de la lengua catalana en las escuelas, es centralismo castellano. Si un político vasco, presidente de un partido de la extrema derecha española, se manifiesta en contra del Estado de las autonomías, es centralismo castellano. Si el gobierno de Galicia decide que en las escuelas del país se imparta solo un número limitado de asignaturas en la lengua propia, es centralismo castellano. Castellano o madrileño, que para el caso es lo mismo. Y como nadie sale en defensa de la dignidad de Castilla, cualquiera se atreve a insultarla.


Dicta un profesor de literatura:
—El Siglo de Oro —época de Garcilaso, la picaresca, los místicos, Quevedo, Góngora, Lope, Cervantes o Calderón— es un período glorioso de nuestras letras comprendido entre los siglos XVI y XVII.
Los estudiantes toman nota de las fechas y los nombres, si bien algunos se lían con los números romanos.
En otra escuela no muy lejana, dicta un profesor de literatura:
—Los siglos XVI y XVII son los Siglos Oscuros, pues nuestra lírica, que había florecido en los cancioneros medievales del XIII y XIV con Pero Meogo, Meendinho, Martín Codax, Airas Nunes o Joan Zorro, se sume en un período de decadencia.
Los estudiantes copian la frase interminable. Algunos, como es lógico, se pierden y le piden al profesor que la repita más despacio.
En otra escuela no muy lejana, dicta un profesor de literatura:
—El Siglo de Oro — época de Jordi de Sant Jordi, Ausiàs March o Joanot Martorell— es un período comprendido entre los siglo XIV y XV durante el cual nuestros clásicos asombraron a Europa.
Los estudiantes apuntan la lección al pie de la letra, con caligrafía apresurada, sin apenas tiempo para darse cuenta de lo que escriben. Y mientras ellos se esmeran en sus deberes escolares, a nosotros nos asaltan las siguientes meditaciones:

  • De los tres profesores, solo uno es profesor de literatura española.
  • De las tres literaturas, solo una es “la española” (con el dichoso artículo determinado).
  • Solo una de las tres literaturas se enseña obligatoriamente en toda España.
  • De las tres edades doradas, solo una lustra y da esplendor a las letras españolas.

Y nos preguntamos si llegará el día de que la literatura española asuma como propios los siglos XIII y XIV en gallego; los siglos XIV y XV, en catalán; y los siglos XVI y XVII en castellano.


Nos echan en cara los nacionalistas de otras comunidades:
—¿Están la lengua y la cultura castellanas amenazadas? ¿De qué os quejáis vosotros, si el Estado Español no solo defiende vuestra identidad sino que nos la quiere imponer al resto?
Entonces, ¿para qué marear la perdiz si a Castilla le basta y le sobra con España?
 Quizás porque ningún pueblo de España vivirá en libertad y fraternidad sin una Castilla libre y fraternal.  Una Castilla liberada del peso de la falsa España y una España liberada del peso de la falsa Castilla es, tal vez, lo que deberíamos reclamar. Por el bien de Castilla. Por el bien de todos los pueblos de España.


Un individuo de Madrid, de ideas radicalmente progresistas, se presentaba siempre como “ciudadano del mundo” ante sus amigos nacionalistas de otras comunidades del Estado. Mediante este subterfugio evitaba decir que era madrileño y así los progres periféricos lo acogían amistosamente; si no como a uno de los suyos, al menos como a un desertor del bando enemigo. Lo bueno del caso es que el madrileño se creía en verdad ciudadano del mundo. No en vano, había estado más veces en Londres que en Cuenca, prefería el sushi al cocido y nunca había bailado el chotis pero todos los fines de semana se desmelenaba en la discoteca. Si no le quedaba más remedio que revelar su patria chica, aclaraba de inmediato que la capital, como ciudad abierta y cosmopolita, era distinta de todo lo que le rodeaba: la reaccionaria Fachadolid, Ávila la triste, el frío Escorial, Toledo y su Alcázar… Sus amigos periféricos desconfiaban de la gran ciudad, pero como el madrileño progre  hablaba con desprecio de Castilla, se rebajaba tan humildemente y pedía perdón por sus orígenes vergonzosos, acababan por compadecerlo y aceptarlo.


El día que haya un partido nacionalista castellano con representación en el Congreso, cuyos diputados se integren en un Grupo Parlamentario Castellano y a quienes todos los medios de comunicación señalen como voceros de los intereses de Castilla, tal vez Castilla sea más Nación, pero muchos castellanos seremos menos castellanos.


Sostienen los partidarios del Pacto Federal Castellano que Castilla son diecisiete provincias. Pudiera ser, yo no las he contado. Pero mal empezaríamos a construir una federación si los habitantes de esas y otras provincias no pudieran elegir libremente su pertenencia a la comunidad. Y peor aún si, al modo de los nacionalismos reaccionarios, edificáramos un Templo donde rendir culto a la Nación en vez de una Casa del Pueblo en la que quepamos todos.


Sin Madrid, Castilla no es nadie. Madrid, obligada a ser la capital del Estado y a renegar de sus orígenes, es una puñalada trapera que España asesta a Castilla en el corazón del país. De ahí que Castilla sea en el imaginario madrileño actual un lugar tan exótico como la meseta del Tíbet. Hablarle de Castilla a un madrileño es como hablarle de la Horda de Oro: un lejano, inexplorado y mítico reino perdido. Para eso sirve la Comunidad de Madrid: para descastellanizar la provincia más poblada de España y hacer de ella “una España dentro de España”, una España al cuadrado. Si este empeño sirviera de verdad para unir España, quizá valdría la pena el sacrificio. Pero en vez de unir, Madrid separa. La capitalidad perjudica a Castilla y no beneficia a España.


Un capitalista español afincado en Madrid gana un millón de euros; un vecino de la Cañada Real, cero; renta per cápita de este Madrid dual y desigual: medio millón de euros. Tal es la cifra que los nacionalistas llamados “históricos” esgrimirán contra Madrid, aplicando las matemáticas perversas del capitalismo. Lo cierto es que enfrentar a unos pueblos con otros enarbolando la bandera del agravio otorga buenos réditos electorales a los partidos de derechas e izquierdas que azuzan la discordia; y beneficia, sobre todo, a la clase capitalista, cuyas inversiones todos quieren atraer a sus territorios, bajándoles los impuestos y mimándolos con generosas concesiones. Sin embargo, el capitalista español que se afinca en Madrid no va a obedecer sino a mandar a sus lacayos del gobierno de España; no va a pagar impuestos en Madrid sino en ningún lado o, a lo sumo, en un paraíso fiscal del Caribe; no lleva la industria a Madrid sino la especulación y la corrupción; no busca el beneficio de los habitantes de su comunidad de origen ni tampoco el de los madrileños sino el beneficio propio. No son, en definitiva, conquistados sino conquistadores.


Castellanos, castellanas: debéis amar a Castilla, proclamaba un líder político, con toda la razón del mundo, ante una multitud que lo escuchaba enfervorecida. La soflama surtió efecto y, a partir de entonces, los castellanos empezaron a despreciar a los otros pueblos de España. De este modo, Castilla adquirió una identidad propia y se convirtió en una nación hecha y derecha, con el mismo grado de autonomía que las demás nacionalidades históricas del Estado.


Castellanos, castellanas: debéis amar a España por encima de la patria chica, proclamaba un líder político, con toda la razón del mundo, ante una multitud que lo escuchaba enfervorecida. La soflama surtió efecto y, a partir de entonces, los castellanos no podían oír hablar a ningún compatriota en gallego, catalán o vasco, pues el uso de las lenguas propias les parecía sospechoso de traición a España, a la que amaban por encima de la patria chica.


Si es cierta la frase atribuida al líder conservador Cánovas del Castillo, dicha durante un debate sobre el derecho a la nacionalidad española, de que “es español el que no puede ser otra cosa”, se nos ocurre que otro tanto podría afirmarse de los castellanos; a saber, que es castellano el español que no puede ser andaluz, asturiano, extremeño, aragonés, murciano ni de cualquier otra nacionalidad reconocida o pendiente de reconocimiento. Se es tristemente castellano por defecto más que por afecto. Y en esa porción ninguneada del país, la mujer o el hombre que quieran ser castellanos se enfrentarán con la incomprensión de sus paisanos, encantados de ejercer de españoles-nada-más-que-españoles; y con la de los españoles de otras comunidades, encantados de ejercer de diversos, periféricos y oprimidos.

 

 

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