Castilla la común, 2

 


 En mitad de la estepa rusa, donde antes solo había latifundios y siervos que vivían en la Edad Media, los soviéticos erigieron centros de investigación científica punteros en el mundo. A la Unión Soviética no la paralizó el frío ni las vastas soledades ni el retraso económico, actitud que contrasta con la de nuestros líricos y fatalistas nacionales, que ven en la tierra de Castilla una especie de maldición. Acabar con esta mentalidad determinista, según la cual estamos condenados a ser como somos por la aspereza del país y por la factura del pasado imperial,  es una cuestión de vida o muerte para Castilla. ¿Que no hay árboles en los campos? Pues, ¡a reforestar!. ¿Los pueblos se vacían? Cultivamos las personas en los huertos, como en Amanece, que no es poco. ¿Hay sequía en verano? Disparamos bengalas de sal contra las nubes. ¿Arrecia el frío en invierno? Llevamos una tubería hasta el sol para traer sus rayos a nuestra meseta.


Los versos de Gabriel Celaya Nosotros somos quien somos. ¡Basta de Historia y de cuentos!, en los que el poeta vasco reniega del fatalismo español, nos vienen al pelo a los castellanos, españoles presuntamente primogénitos y legatarios de las esencias nacionales. Basta, pues, de caricaturizar a Castilla como un país de fríos siberianos y calores tórridos. Basta de confundir un sembrado con una estepa. Basta de vastas inmensidades y pueblos que no conocen el mar... si estamos en medio de una península que es casi una isla. Basta de poetas urbanos que llaman “desierto” o “yermo” a lo que en realidad es un granero. Dejemos de autocompadecernos como los sufridos habitantes de la tierra baldía, porque nuestras penalidades no son consecuencia del clima ni la vegetación sino, en todo caso, de la injusticia de los hombres, igual que en todas las partes del mundo.


Yo no sé quién ha hecho más daño a Castilla, si sus amigos o sus enemigos. Entre los primeros se encuentra el escritor vasco Miguel de Unamuno. Su entusiasmo por los paisajes de Castilla no le llevó a olvidar, como es natural, los de su tierra vizcaína. El rector de Salamanca sentía predilección por las montañas y esta querencia no distinguía límites regionales. Cantó a las montañas de Euskadi en versos sencillos:

¡Oh mi Vizcaya marina,
tierra montañesa,
besan el cielo tus cumbres
y el mar te besa!


En 1911 subió a Gredos y la sierra castellana trastornó su musa, que derivó hacia el misticismo nacional: Solo aquí en la montaña, / solo aquí con mi España, escribe el mismo autor que en el Pagazarri veía solo adusta paz y rasa verdura. Al excursionista vasco se le antojan los picos de Gredos templo de nuestro Dios, ¡el español! Donde hay gigantes de granito, lagunas glaciares, cascadas y prados,  él se empeña en vislumbrar los fantasmas de Juan de la Cruz, los conquistadores de El Dorado y el emperador Carlos, retirado en Yuste. El poeta entra en éxtasis:

Aquí me trago a Dios, soy Dios, mi roca;
sorbo aquí de su boca con mi boca
la sangre de este sol, su corazón,
de rodillas aquí, sobre la cima,
¡mientras mi frente con tu lumbre animas,
al cielo abierto, en santa comunión!

Habrá quien siga creyendo que los páramos y montañas rocosas de Gredos constituyen un tipo de paisaje que determina una manera de ser sobria, con tendencia a la parquedad de palabras, a una mentalidad realista y a cierto ascetismo. Estas y otras majaderías son tópicos vigentes en nuestra literatura culta. Pero si hubiera un Dios español —Dios no lo quiera—, yo le pediría que se fuera con viento fresco al Pagasarri, cerca de la ciudad y la playa, y dejara en paz a los hermosísimos picos de Gredos.


Mientras se siga identificando a Castilla con la plaza mayor de Navalcarnero, el castillo de La Mota o el corral de comedias de Almagro y nunca se la identifique, por ejemplo, con la industria aeroespacial de Getafe, estamos apañados. Les gustaremos mucho a los turistas rurales y a los poetas, pero no seremos nadie en España.


—Madrid, a diferencia de Toledo o Valladolid, no es Castilla. Madrid es una ciudad poblada por gentes de todo el planeta, en la que se habla un sinfín de idiomas y se cocinan platos de las más exóticas latitudes. Cosmopolitismo y mestizaje son sus señas de identidad. Nada queda del antiguo poblachón manchego.
—Mejor me lo ponéis. Según eso, Madrid no es solo Castilla sino más Castilla, lo mejor de Castilla y la Castilla que debería ser toda Castilla.


… En cuanto a Cantabria, me parece muy bien que no sea castellana si así lo decide su pueblo. Pero que no pueda ser castellana porque sus playas, montañas y prados verdes son lo contrario del yermo mesetario... ¡eso sí que no!


Un crítico literario de la capital resaltaba la pureza, enjundia y recia sonoridad del lenguaje de un escritor castellano viejo, que llamaba relejes a las rodadas de los caminos, pardales a los gorriones y negrillos a los olmos. Sus novelas de ambientación rural mostraban a personajes apegados a una tierra ingrata, que solo les ofrecía pobreza y desamparo, frente a lo cual ellos erigían la estatura de su dignidad humana. La tensión telúrica alentaba en las palabras, ancestrales como las piedras de los páramos. A este lenguaje con raíces contraponía el crítico literario la perversión y penuria del idioma en las ciudades, que atribuía al desarraigo, la mala educación y el apresuramiento de la vida moderna.
Una lectora envió una carta al periódico en la que manifestaba su desacuerdo. Y ponía un ejemplo concreto. Conocerá usted mejor que yo —le decía al crítico— las novelas de Eduardo Mendoza protagonizadas por un loco metido a detective que se expresa con la facundia del licenciado Vidriera, en un castellano florido, émulo de los clásicos del Siglo de Oro. Pues bien, no solo son relatos urbanos, sino que la ciudad donde se ambientan es Barcelona y el autor, catalán. Quizá por eso nadie resalta la pureza, enjundia y recia sonoridad de su lenguaje castellano.


Un ingeniero aeroespacial castellano tenía que asistir a un congreso de su especialidad en Barcelona. El hombre estaba muy preocupado pensando que el curso se impartiría en catalán. Le habían llegado noticias alarmantes sobre la intransigencia de los catalanes en la defensa de su idioma. Corría, pues, el riesgo de no entender las ponencias e incluso de que lo rechazaran por su condición de “español”. Él era un especialista internacional en sistemas de navegación de satélites: las disputas de política lingüística le parecían una cosa burda. Cuando llegó a Barcelona se llevó, sin embargo, una grata sorpresa. El curso no se impartía en catalán (tampoco en castellano), sino íntegramente en inglés. A partir de entonces mejoró su opinión de los catalanes y ya no le parecían tan paletos.


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