Castilla la común, 3

 


 En Castilla hay un castillo que está en lo alto de un cerro. Tiene un torreón ruinoso en torno al cual revolotea una bandada de grajos. En el roto baluarte está izada una bandera. Desde las llanuras colindantes, desde muy lejos, se ve ondear al viento el estandarte con los colores rojo, amarillo y rojo.
Ni siquiera en un lugar tan castellano de Castilla, aunque solo fuera por respeto a la historia, han erigido la bandera de la comunidad. Una enseña que cuenta con apenas dos siglos de existencia suplanta a la que hace seiscientos años enarbolaban los señores del castillo. 

El partido del orden y la tradición, los que se oponen a rescribir la historia, son responsables del flagrante anacronismo.


El castillo de Coca, que perteneció a un noble señor de la corte de Juan II, alberga hoy una escuela de capataces forestales. Tal es el destino que quisiéramos para todos los castillos de Castilla: que se usen como escuelas, centros de salud, teatros o institutos de investigación bioquímica. Nada de hoteles con encanto para turistas adinerados. Y si nos ponen muchas pegas, que se rehabiliten como viviendas sociales para que vivan en ellas los descendientes de los antiguos siervos de la gleba y los nuevos repobladores de la Castilla vaciada.


Hay quien al atravesar la llanura castellana se empeña en ver, allá a lo lejos, el fantasma de don Quijote cabalgando a la aventura por los campos vacíos. Quizá el único que no lo vea tan claro sea Alonso Quijano, humilde vecino de un lugar de La Mancha.


Los habitantes de Navalaespiga se sentían españoles a rabiar. Por ello, cada vez que la selección española de fútbol ganaba un trofeo, muchos vecinos colgaban la bandera nacional en el balcón de su casa. Fervor patriótico incomparable, sin embargo, al que provocó la declaración de independencia de Cataluña: entonces el propio ayuntamiento se sintió en la obligación de cubrir con los colores rojo, amarillo y rojo la fachada de la casa consistorial, como para recordar a todos los vecinos y forasteros que “aquí somos españoles”.
Uno de los pocos edificios en los que no ondeaba ninguna bandera era la escuela, cerrada desde hacía dos décadas por falta de niños. Había, en efecto, más banderas que niños en aquel pueblo de la Castilla vaciada; pero, a pesar de su abandono, los habitantes de Navalaespiga se sentían españoles a rabiar.


En Navalaespiga eran tan castellanos que al carnaval lo llamaban antruejo, a la vieja usanza. Habían recuperado el nombre tradicional porque un pueblo que pierde su cultura pierde su dignidad. No obstante, como en Río de Janeiro, había un desfile en el que las chicas se exhibían con las tetas al aire, adornadas de plumas y lentejuelas. La única diferencia con Brasil era que en Navalaespiga, a finales del invierno, el termómetro marcaba temperaturas de varios grados bajo cero.


Los grupos municipales de la derecha y la extrema derecha, que a la sazón gobernaban en Navalaespiga, sacaron adelante una declaración contra la ley de protección del lobo ibérico aprobada por el gobierno de España. Y es que la derecha ya no es lo que era. ¿Quién, si no, defiende  a los corderos de los lobos y postula la caza de estos para evitar que las manadas aterroricen a los humildes campesinos y, no digamos ya, a los niños de las aldeas, en las noches de invierno, cuando las bestias feroces aúllan a la luna llena?
Lo cierto es que en Navalaespiga no se habían producido ataques de lobos a ganado en las últimas décadas. Era un lugar tranquilo, sin alimañas, sin hordas de inmigrantes, sin okupas ni homosexuales que alardearan públicamente de su condición de invertidos. Pero el miedo al lobo estaba ahí y la extrema derecha no paraba de subir en las encuestas electorales.

 

No hace mucho tiempo, en las fiestas de Navalaepiga, ocurrió un suceso lamentable, que pasó desapercibido a la mayoría de los vecinos. En el palco de la Plaza Mayor tocaba un grupo de música popular. En los soportales de la plaza se habían instalado puestos de vendedores ambulantes, y chiringuitos que despachaban bebidas y fritangas, cuya humareda enturbiaba la brisa serena de julio.
Hacia la medianoche, los niños y las familias se retiraban ya a sus casas y llegaba el turno de los jóvenes. Algunos de ellos, cargados de alcohol, deambulaban en grupos bulliciosos, deseosos de llamar la atención o armar camorra.
Un mozo de vozarrón viril, que capitaneaba una peña de borrachos, halló un buen motivo de diversión en un vendedor ambulante. Era este un marroquí que se expresaba en rudimentario castellano. El mozo quería unas gafas de sol para ponérselas al claro de la luna. El marroquí le mostró el artículo y le dijo un precio que al comprador le pareció excesivo. En vez de regatear, como es costumbre en los mercadillos, este lo consideró una estafa y prorrumpió en gritos contra el “puto moro” que intentaba robarle. Los compinches del palurdo rodearon al marroquí; el cual, comprendiendo que tenía las de perder, asustado, hablaba de una manera cada vez más atropellada. Para calmar los ánimos de la pandilla, estaba incluso  dispuesto a regalarle las gafas al impetuoso joven.
De nada sirvieron sus zalamerías. Las afrentas subieron de tono, el público se arremolinaba y el borracho se crecía lanzando insultos contra los moros-terroristas-cabrones-maricones, y a las palabras gruesas siguieron las patadas y puñetazos. Los amigos no querían perderse la diversión y se sumaron entusiasmados a la paliza. Cayó el marroquí al suelo, intentando protegerse la cabeza ensangrentada con las manos. Varias personas hicieron lo posible por apaciguar a la manada, pero cada vez más espontáneos engrosaban sus filas y los recién llegados al alboroto competían por abrirse un hueco en la masa compacta, y meter el puño o la bota.
No tardó en presentarse la policía municipal, a la que habían alertado los testigos de la agresión. Cinco forzudos agentes fueron necesarios para disolver a la multitud, que ni siquiera en presencia de la autoridad se recataba de ensañarse con el cuerpo inerte. Los policías reprocharon a los jóvenes su brutalidad, se incautaron de las bebidas y les advirtieron que no se metieran en líos. Avisaron a una ambulancia.
Una médica que proporcionaba los primeros auxilios al herido preguntó a los guardias si no pensaban detener a los agresores. “Usted ocúpese de lo suyo”, respondió el jefe del operativo. La médica, en efecto, no estaba para discusiones con nadie y, menos aún, con las fuerzas de seguridad: su prioridad era salvar la vida del marroquí, que no respondía a la maniobra de reanimación.



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