Castilla la común, 4

 

 


 
La carretera que une Navalaespiga con la capital de la provincia es una autonómica en aceptable estado de conservación. Muchos habitantes de las grandes ciudades cambiarían, sin duda, sus atascos cotidianos por una hora de conducción tranquila a través de montes y despoblados,  donde tal vez el mayor riesgo sea atropellar a un corzo en la calzada. Ni siquiera los inviernos son tan recios como los pintan. Por lo general, en cuanto hay aviso de nevadas, una división acorazada de máquinas quitanieves toma las carreteras de los puertos, las riega de sal para que no se forme hielo y las deja impolutas apenas caen los primeros copos.  Cuando en los años noventa se ensanchó la carretera de Navalaespiga y se mejoró el firme, parecía que el progreso había llegado a las afueras de la civilización. Pero lo único que llegó fue un aumento considerable de los accidentes de tráfico, por la sencilla razón de que la carretera era mejor y se podía correr más. No llegaron el progreso ni la bonanza que habían prometido los gobernantes que impulsaron la obra. Si el dinero que se invirtió en la carretera se hubiera dedicado a construir un hospital comarcal o un instituto de educación secundaria, los beneficios para el pueblo habrían sido indudablemente superiores. Tampoco se invirtió en industria, aunque Navalaespiga ofrecía terrenos a precio de saldo y vivienda gratuita para quienes se quisieran afincar en la localidad. Si las comunicaciones, según hemos visto,  no eran del todo malas, ¿por qué nadie quería quedarse en Navalaespiga, ni siquiera cuando se acondicionó la carretera?  ¿Sería, tal vez, porque su flamante carretera llevaba a ninguna parte?


Cruza el término municipal de Navalaespiga un ferrocarril de alta velocidad que une las tierras altas del país con la costa. Durante décadas, la gente del pueblo se sintió agraviada y abandonada por un Estado que invertía en las infraestructuras viarias de Barcelona y no se acordaba de Navalaespiga. Cuando se puso en funcionamiento el tren, algunos colectivos protestaron en Barcelona por entender que dicha línea era demasiado costosa e innecesaria, pero en Navalaespiga estaban la mar de contentos con su ingreso en el selecto club de la alta velocidad. A partir de entonces, los viajeros que iban de la meseta a la costa o viceversa pasaban de largo por Navalaespiga sin poder admirar los canecillos de su iglesia románica ni las ruinas de su castillo árabe. Los lugareños, por añadidura, se quedaron sin los trenes regionales que comunicaban su localidad con la capital de la provincia y que como solo usaban algunos viejos para ir de compras o, con mayor frecuencia, al médico, eran poco rentables para la privatizada compañía de ferrocarril. Muchos vecinos se resignaban a estas servidumbres del progreso y recordaban el día memorable en que, tras años de retrasos, se completó la reivindicada obra pública y la muchedumbre se congregó en la estación para admirar el moderno y velocísimo tren, enarbolando banderas nacionales mientras la banda de música atacaba el ¡Que viva España! Un fotógrafo de El Comercio captó la instantánea, que salió en primera plana con el siguiente pie de foto: “Sin polvo, sudor ni hierro, Castilla cabalga a 300 km por hora”.


Todos los días surcan el cielo de Navalaespiga una veintena de reactores, siete helicópteros, tres avionetas y dos docenas de satélites orbitales, estos últimos visibles solo por la noche. De la tierra de Navalaespiga dijo un poeta del 98 que era todo cielo: si el vate viviera en tiempos actuales, esto significaría probablemente lo contrario de lo que la figura literaria pretendía transmitir en los albores del modernismo. Porque el cielo de Navalaespiga es hoy un sindiós de artefactos voladores, identificados y sin identificar.  A ver si, en consecuencia, los cantores del misticismo castellano se animan a renovar su arsenal de metáforas...


El término de Navalaespiga comprende miles de hectáreas de cereal, un monte de encinas,  un soto de chopos en las márgenes del río y las vistas de una sierra azul en la lejanía. En invierno los lobos cruzan el páramo; en primavera florecen las amapolas; en verano se achicharran las cigarras; en otoño es el trompeteo de las grullas: gruu, gruu, gruu.
Un vecino de Navalaespiga alquilaba todos los veranos una casa de vacaciones en el Norte. La casa estaba rodeada de un exuberante bosque de eucaliptos, cerca de una carretera con un tráfico ruidoso, que llevaba a una playa abarrotada de bañistas, en la que era muy difícil encontrar aparcamiento.
 Por unas semanas, el habitante de la estepa se olvidaba de su tierra ingrata y disfrutaba de las verdes colinas junto al mar.


Por lo demás, en Navalaespiga no existía el turismo. Es verdad que algunas veces se dejaban caer por allí observadores de aves, pertrechados con sofisticados equipos ópticos, que acudían a fotografiar el cortejo de las avutardas. Había también naturalistas dispuestos a pagar una fortuna porque los llevaran a ver un lobo en el páramo. Transitaban sus caminos excursionistas, ciclistas y jinetes a caballo. Quienes preferían las alturas, subían a una loma y se tiraban en parapente o sobrevolaban en globo la campiña. Las iglesias románicas atraían a estudiosos que sabían descifrar las inscripciones en latín y el simbolismo de los monstruos representados en los canecillos. Por supuesto, abundaban los cazadores, pescadores y recolectores de setas. Los aficionados al buen yantar disponían de un buen surtido de  mesones y bodegas.
Nada, en fin, digno de mención ni comparable a los atractivos de la playa. De ahí que la gente del pueblo tuviera su autoestima por los suelos y no se preocupara de cuidar su entorno. Los visitantes que se aventuraban a explorar el país eran ignorados o despreciados por los lugareños. De tal modo los maltrataban  que, al final, los turistas se daban por vencidos y no volvían nunca más.


—¿Qué se puede hacer en La Mancha? —preguntó, con cierto retintín, un turista que se dirigía de Madrid al Mar Menor, a un nativo que escapaba de Albacete en la misma dirección.
—Pse, poca cosa —respondió, estrujándose la mollera, el lugareño—. Como no sea alojarse en un hostal rural, pasear por campos y sierras, tomar unos vinos, sentarse a comer en un restaurante, hablar con la gente de los pueblos, bañarse en un río, hacer el amor en una cama o a la sombra de una encina, echarse la siesta cuando aprieta la calor, leer un libro, observar las estrellas… Bah, lo mismo que en todos los sitios.
—Qué aburrimiento.
—Ya te digo.


Para promocionar el turismo de interior, el anuncio televisivo mostraba imágenes de un esquiador que, unido por un cable a una lancha motora, se deslizaba sobre el agua calma de un pantano. Tras este deportivo solaz, el guapo esquiador y su encantadora pareja aparecían cenando en la terraza del restaurante del Club Náutico, que se llamaba “La ballena blanca” porque tenía una ballena de gomaespuma colgada  en el dintel de la puerta.
El anuncio televisivo surtió efecto y muchos esquiadores acuáticos cambiaron el billete de avión a Tenerife por el pantano de Valdepeñas. El éxito de la campaña promocional no estuvo exento de escándalo. Fue en un programa de radio, donde cierto consejero de turismo soltó a micrófono abierto un refrán que era una bomba: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Estas declaraciones se interpretaron como una ofensa a las comunidades del interior, por lo que sus gobiernos reclamaron la dimisión del consejero.


Cuando las inmobiliarias cubrieron de cemento la sierra y ya no quedaba un prado ni una ladera sin urbanizar, se fueron al páramo, y allí, en el yermo de piedras y matorrales, levantaron fastuosas urbanizaciones. La urbanización Los delfines creció alrededor de un estanque artificial en el que se impartían cursos de navegación a vela y esquí acuático. La vecina urbanización  Encinar del Marqués se asentaba en lo alto de una loma. Aunque las únicas encinas del monte originario eran los árboles ornamentales que flanqueaban la carretera de acceso, verdaderamente sus restaurantes ofrecían menús dignos de un marqués, siendo el más aclamado por los críticos gastronómicos el Steakhouse Bar and Grill; o sea, lo que en la Castilla de Fernán González se hubiera llamado “parrilla” o “parrillada”. La urbanización Valle de Flores ocupaba una vaguada en la que antaño florecían los cantuesos. Tomaba su nombre del apellido del constructor, Paco Flores, que en la actualidad cumple condena de prisión por desfalco.
No obstante los avances del progreso, el páramo sigue siendo un páramo en lo que a servicios esenciales se refiere. No hay farmacia en las cercanías ni consultorio médico. La seguridad corre a cargo de una empresa privada, que no ha evitado que se produzcan numerosos robos en los chalés. Cuando nieva, las máquinas municipales no despejan sus calles, que también son privadas. La abundancia de locales de hostelería y ocio nocturno contrasta con la escasez de tiendas de comestibles.
Pero hemos progresado: el color pardo de la hierba helada en invierno; el amarillo del verano; el verdor grisáceo de las encinas ya no existen. Hermosean las parcelas jardines con toda clase de flores y de árboles, y el césped bien regado. Nadie en sus cabales echa de menos el páramo.



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