Castilla la común, 5

 

 


Paseo por una de las muchas urbanizaciones que afean el entorno de la Sierra de Guadarrama y observo que la mayoría de los chalés tienen alarma conectada 24 horas a la policía y, colgada de un mástil o un balcón, la bandera nacional. Qué buena pareja hacen la patriótica enseña y la cámara de vigilancia: cada casa parece una fortaleza militar; y la tierra devastada alrededor, el Desierto de los Tártaros.


¿España vaciada? En Navalaespiga, al pie de una sierra escarpada, la población se multiplicaba por cinco cada verano. Esta afluencia masiva de visitantes pasaba, sin embargo, desapercibida en la plaza del pueblo, lugar de encuentro habitual de sus vecinos. Como en las urbanizaciones colindantes todos los chalés tenían piscina y jardín, nadie se molestaba en bajar a la plaza a tomar un refresco y charlar con la gente. Para las compras grandes, los veraneantes recurrían a los supermercados situados en la capital de la comarca, de modo que en las tiendas locales apenas se notaba el movimiento. A la sombra del negrillo, al rumor del caño, solo acudían los viejos. El olmo estaba muerto y a los viejos les faltaba poco para morir.


—Vienen muchos japoneses —me dice el guía de uno de los molinos del Cerro Calderico, en Consuegra, una mañana primaveral de viento frío, verdes campiñas y azul de montes lejanos.
—No me extraña —pienso para mis adentros—. Lo que en verdad me sorprendería es que vinieran muchos castellanos, con un libro del Quijote bajo el brazo, a rememorar la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento.


Ignoro si el Ayuntamiento de Segovia contabiliza el número de turistas que se acercan a la estatua de Antonio Machado, situada en la Plaza Mayor, para fotografiarse con el poeta. Yo me he sentado en una terraza próxima, una mañana de julio, y he estado realizando mis propias observaciones. Predomina, es cierto, el viajero adulto, mujeres y hombres de todas las lenguas y acentos de España. Los niños posan obligados por sus padres; obediencia filial que, apartándose esquivos del bronce y las postales pasteleras, se pasan por el forro los adolescentes. No todos los que se retratan con Antonio Machado saben quién es el poeta, pero les basta que se sea una celebridad para cumplir con el rito.  Están también los que se emocionan: vienen quizás de visitar la Casa-Museo o se dirigen a ella; acaso, mirando el vecino edificio del ayuntamiento, recuerden el momento en que el poeta asistió desde su balcón a la proclamación de la República. No faltan los extranjeros que, por un motivo u otro, quieren asimismo un recuerdo del gran escritor muerto en el destierro y enterrado en Colliure. Hablan en francés, portugués, inglés, italiano… Se arriman a la estatua, se ponen guapos, sonríen y clic... a continuar soñando caminos.

Emprendo el descenso de la cumbre, atravieso el risco Claveles y hago un alto en la laguna de los Pájaros. Todos los veranos, la misma preocupación. Contemplando las praderas prematuramente agostadas, las turberas y charcas al borde de la extinción, y la ausencia de neveros en las canales altas de Peñalara, me pregunto: ¿hasta cuándo podremos disfrutar de una laguna glaciar a setenta kilómetros de Madrid, en el corazón de Castilla?


A todo el mundo le sorprendía que en un pueblo de la meseta, apartado de la costa, hubiera un marinero que había navegado por todos los mares del planeta y desembarcado en exóticas islas tropicales. Si fuera un astronauta de la NASA, no les parecería tan raro. Tal es la fuerza del tópico y tal, el complejo que arrastran los habitantes del secano desconocedores de la historia y la geografía de su país.


Oigo en un pueblo de las montañas del norte de Castilla que los paisanos llaman Castilla a la tierra llana que se extiende al sur de la Cordillera Cantábrica. Castilla, en esta acepción geográfica, sería solo la parte horizontal de la meseta pero no su agreste reborde septentrional. Tan interiorizado está el tópico entre los propios habitantes del país, que niegan la condición de castellano al que fue solar originario de Castilla.


El pasajero de un tren que cruzaba la estepa castellana estaba horrorizado ante tanto espacio vacío.
—No hay nadie —murmuraba—. No hay nadie en esta tierra baldía.
No se había fijado en que había una chica que leía un libro a la sombra de un manzano. El manzano crecía en la orilla de un camino, que se alejaba hacia unos montes azules. Si el pasajero se hubiera fijado, habría comprendido que aquel paisaje estaba lleno de humanidad.


Paseando por la paramera del Duratón, veo un alcaudón posado en la rama de una sabina. Lo apunto en mi cuaderno de campo. Al cabo de un trecho, sin embargo, me paro al borde del camino, tacho la palabra “sabina” y la sustituyo por “enebro”. Aunque quizá fuera un pino raquítico de las tierras altas —me surge la duda al trasponer una loma—, por lo que rodeo la palabra “enebro” con un círculo y añado un interrogante. Alcanzo, por fin, las ruinas del monasterio, sobre un tajo del río. ¿Y si en vez de un alcaudón el pájaro fuera un zorzal?, reflexiono sentado al borde del precipicio. Cuando llego al final de la ruta, el cuaderno de campo está lleno de tachaduras.


Un arroyo, un arroyo era lo único que pedíamos después de marchar a pleno sol por los picos de la Sierra de la Paramera. Y al final de la travesía, el arroyo estaba allí, en la vaguada del mismo valle por donde habíamos ascendido a la mañana. El agua no sería la misma de unas horas antes, pero a nosotros nos supo a gloria.


Galicia tiene a Castelao; Andalucía, a Blas Infante; Euskadi, a Sabino Arana. Cuando Castilla sea una nación hecha y derecha, ¿a quién nombrarán padre de la Patria? ¿Ante el mausoleo de quién depositaremos ofrendas florales y retumbará el tachín, tachán de las fanfarrias? Pobre de aquel al que le corresponda el honor; pobres de nosotros, obligados a rendirle honores.


En la campa de Villalar había una taberna castellana en la que servían cerveza artesanal castellana elaborada con cebada y lúpulo castellanos. Los torreznos de la tapa eran asimismo castellanos. Vinos de Rueda y el Duero; quesos de La Mancha; cecina de León y demás exquisiteces tenían denominaciones de origen castellanas. El único producto foráneo que allí se despachaba, prescrito para los clientes que padecían reflujo gastroesofágico como consecuencia de la ingestión atolondrada de viandas, era el omeprazol, fabricado por los laboratorios Sandoz, Basilea, Suiza.

 

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